La niñera de mis gemelos

Capítulo 3 - Donde empieza la magia

Despierto, pero algo está diferente.

No hay gritos.

No hay pasos apresurados por el pasillo.

No hay risas fuera de control, ni juguetes rodando por debajo de la puerta.

Solo... silencio.

Silencio y ese olor.

¿Es vainilla?

Me siento en la cama, frunzo el ceño y miro el reloj.

7:38 a.m.

Los gemelos deberían haber entrado a saltar sobre mí hace ya diez minutos.

¿Están enfermos?

¿Se escaparon?

¿Los raptaron?

Me levanto, me pongo la camisa blanca que dejé doblada sobre el respaldo de la silla y camino hacia la puerta. El piso de madera está tibio por el sol de la mañana. Me froto la nuca mientras bajo las escaleras.

Y entonces la veo.

La cocina está... viva.

La luz entra por las ventanas altas, el aroma a pancakes flota por el aire, y en el centro de todo están ellos: mis hijos y ella.

Isabella.

Tiene una espátula en la mano, el cabello recogido de cualquier forma, una camiseta simple y unos jeans que no podrían ser más normales... y sin embargo, hay algo en su presencia que me deja sin aliento por un segundo.

Mis hijos están sobre una de las sillas altas de la isla de cocina, con las manos llenas de masa, riéndose como si el mundo no pudiera tocarlos. Uno de ellos lleva harina en la nariz. El otro está contando las frutas que Isabella corta con cuidado para acompañar el desayuno.

Me detengo en el marco de la puerta, en silencio.

Solo los observo.

Y siento algo que no sentía hace mucho tiempo.

Paz.

—Buenos días —digo, aclarando la garganta.

Las tres cabezas se giran al mismo tiempo. Isabella sonríe, y mis hijos corren hacia mí como si no me hubieran visto en semanas.

—¡Papá! —grita Santi— ¡Isabella hace los mejores pancakes del universo!

—¡Tienes que probarlos! —añade Luca—. Son esponjosos y tienen sabor a nube.

—¿A nube? —pregunto, alzando una ceja mientras los cargo a ambos—. ¿Y cómo saben las nubes?

—Como vainilla y magia —responde Santi, convencido.

No puedo evitar soltar una pequeña risa.

Ellos pueden.

Miro hacia Isabella, que ha vuelto a girarse hacia la sartén con una sonrisa tímida.

No sé si se da cuenta de lo que ha hecho en menos de veinticuatro horas.

—Buenos días, señor Moretti —dice sin mirarme, concentrada en no quemar el siguiente pancake.

—Samuel —corrijo, caminando hacia la isla—. Te dije que no necesito formalidades en mi cocina.

Ella asiente, pero sé que lo olvidará de nuevo.

Me siento, coloco a los niños a cada lado y los escucho hablar al mismo tiempo. Me cuentan que Isabella les dejó poner chispas de chocolate en uno de los pancakes, que les contó un chiste de ardillas y que, por alguna razón, le enseñaron a decir "quesito" en italiano.

Y ella... simplemente los dejó ser.

—Espero que no te moleste que tomara la cocina por sorpresa —dice ella, mientras sirve un plato frente a mí.

Pancakes altos, dorados, con fruta fresca y un toque de canela.

Se ven mejor que los que servimos en la vitrina de la pastelería principal.

—Me molesta —respondo, probando un bocado— que estén mejor que los míos.

Ella ríe. Y algo en mi pecho se contrae.

Demasiado pronto, Samuel.

—Hoy quieren enseñarme el jardín —me dice de pronto—. Me dijeron que hay una casita del árbol.

—Sí. La construí para ellos hace un año. Nunca la terminamos del todo.

—Pues ellos creen que es un castillo.

—Todo lo convierten en uno.

Ella baja la mirada. Parece nostálgica.

—Nunca tuve uno —susurra.

¿Un castillo?

¿Una casita?

¿Una infancia?

No pregunto.

No todavía.

—Puedes llevarlos después del desayuno. Clara puede ayudarte si necesitas algo.

—Gracias, Samuel.

El sonido de mi nombre en su voz es...

Suave.

Diferente.

Miro a mis hijos, a Isabella, a la cocina, y de pronto me doy cuenta:

Por primera vez en mucho tiempo, no estoy esperando que algo se rompa.

No estoy calculando cómo apagar el incendio.

No estoy solo.

Y eso es peligroso.

Demasiado peligroso.

Porque cuando algo se siente así de bien...

Normalmente no dura.

Los platos ya están limpios.

Luca y Santi se han ido corriendo a bañarse, probablemente convencidos de que hoy es sábado aunque no lo sea, y ahora la casa está extrañamente tranquila.

Me sirvo una taza de café.

Lo hago sin pensar, de forma automática, y entonces la veo aún en la cocina, ordenando unos paños y tarros de harina que los niños dejaron fuera de lugar.

—¿Quieres uno? —le pregunto, levantando la cafetera.

Ella voltea con sorpresa, como si no esperara la invitación.

—¿Un café?

—Sí. Salvo que seas de las que solo toman té de jazmín con una nube de leche.

—Con tal de que tenga cafeína, me sirve —responde con una pequeña sonrisa.

Le sirvo una taza, le acerco azúcar, pero no toca nada. Lo toma solo, como yo. Eso me saca una mueca, casi imperceptible.

Nos sentamos frente a frente, en la gran mesa del comedor, esa que normalmente está vacía si no hay cena formal o invitados. Clara suele servirme en la terraza o en la cocina.

Pero hoy, me quedo.

—¿Estás estudiando algo? —pregunto, más por curiosidad que por cortesía.

Ella levanta la vista de su taza.

—Estaba estudiando. Cocina. Iba para chef profesional.

—¿Y qué pasó?

Sus dedos giran la taza un par de veces antes de responder.

—La matrícula subió, mi beca no alcanzaba y... bueno, hay cosas más urgentes que una pasión. Como pagar el arriendo o comer. Mi tía me ayudó cuanto pudo, pero no quise cargarla más.

Hay una sinceridad en su voz que me descoloca. No hay drama innecesario, ni lástima. Solo hechos. Realidad. Esa que muchos evitan decir en voz alta.

—¿Y cocinas así sin terminar la carrera?

—¿Te gustaron los pancakes o no?

Sonrío, porque la respuesta es obvia.




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