El cuarto de los niños parece sacado de una película de aventuras... o de un terremoto.
Hay dinosaurios en el suelo, bloques de construcción a medio armar, y una nave espacial de cartón que ocupa la mitad del espacio. Luca y Santi corren de un lado a otro sin cansarse, como si fueran dos pilas de energía humana que jamás se apagan.
—¡Isabella, mira mi cohete! —grita Luca.
—¡Y yo tengo un robot que baila! —añade Santi, moviendo una figura de plástico con los brazos abiertos.
Me río. No puedo evitarlo.
—¿Y cómo se llama?
—¡Explosión 3000! —responden los dos al mismo tiempo.
Me siento en la alfombra, entre naves, robots y un dragón azul con una oreja rota.
—¿Quieren contarme una historia?
—¡Sí!
Luca se lanza sobre una almohada gigante y empieza a inventar una aventura en la que un dragón de chocolate roba las estrellas del cielo. Santi lo interrumpe cada cinco segundos con detalles más absurdos, y yo solo escucho... fascinada.
Tienen imaginación, dulzura y ese tipo de risa contagiosa que te cura el alma.
—¿Y su mamá también jugaba con ustedes así? —pregunto sin pensarlo, con voz suave.
Ambos se quedan en silencio por un segundo.
—Mamá ya no está —dice Luca.
—Está en el cielo con las estrellas que el dragón robó —añade Santi, bajando la voz.
Me quedo sin palabras.
—Pero a veces —dice Luca—, papá la mira en las fotos. Y se pone serio.
—Yo creo que la extraña —dice Santi.
Trago saliva. El nudo en la garganta aparece sin avisar.
—Yo también extraño a alguien —digo, con una sonrisa triste—. Pero ¿saben qué? Creo que a veces, las personas que amamos nos mandan señales. Como... risas, abrazos, o una nave espacial en el pasillo.
—¿Crees que mamá nos mandó a ti? —pregunta Santi, con esos ojitos enormes.
Mi corazón se aprieta.
—Tal vez —respondo, acariciándole el cabello—. Tal vez quiso que alguien jugara con ustedes mientras ella los mira desde arriba.
Nos quedamos en silencio un segundo, los tres.
Hasta que Luca se pone de pie, toma una cobija y dice:
—¡Ahora somos superhéroes!
Santi se sienta a mi lado, con las piernitas cruzadas y el cabello hecho un desastre.
—Oye, Isa —dice de repente, con esa vocecita curiosa que solo los niños pueden tener—, ¿tú tienes novio?
Casi me atraganto con mi propia saliva.
—¿Perdón?
—Que si tienes novio —repite, como si fuera la cosa más normal del mundo.
Abro los ojos, intentando disimular mi sorpresa. ¿Qué clase de pregunta es esa para un niño de cuatro años?
Y justo en ese instante, la puerta se abre.
Samuel entra con paso firme, el celular en una mano y una taza de café en la otra. Lleva la camisa arremangada y una mirada cargada de algo entre exasperación y diversión.
—No creo que eso te importe, Santiago —dice con su voz grave, sin siquiera mirar su teléfono.
Santi encoge los hombros y sonríe como si no hubiera hecho nada malo.
—Pues yo creo que ustedes harían linda pareja —suelta Luca, sin levantar la vista del robot que está armando.
Mis mejillas arden. Literalmente.
Quiero que me trague la alfombra.
Samuel los mira a ambos, parpadea lentamente, y luego me lanza una mirada rápida que no sé interpretar.
—Niños —dice finalmente, dejándose llevar por un suspiro—, debo irme a la empresa. No hagan que Isabella se vuelva loca.
—¡No lo haremos! —responden al unísono, con esa sonrisa traviesa que me hace pensar todo lo contrario.
Samuel se detiene en el marco de la puerta. Me mira. Esa mirada que dura un segundo más de lo necesario.
—Gracias por... todo —dice, y aunque suena casual, noto que no lo dice por cortesía.
—Estoy bien —le respondo, intentando sonar segura.
Él asiente, se da la vuelta y se va. Pero el silencio que deja atrás es tan fuerte que los gemelos también se quedan quietos por un momento.
Santi me mira, ladeando la cabeza.
—¿Te gustaría ser la novia de papá?
—¡Santi! —le dice Luca, como si eso fuera demasiado.
Yo me río, nerviosa.
—Vamos, superhéroes. ¡Es hora de conquistar la cocina!
—¿Y qué quieren desayunar, chicos? —pregunto, mientras los ayudo a guardar algunos juguetes.
—¡Pancakes esponjosos con chocolate! —responden los dos al mismo tiempo, como si lo hubieran ensayado.
Sonrío.
—Bueno, vamos a la cocina entonces.
Luca me toma la mano derecha, Santi la izquierda, y bajamos como si fuéramos un pequeño ejército decidido a conquistar el desayuno.
Ya en la cocina, abro la nevera y empiezo a buscar los ingredientes. Es enorme, luminosa, con estantes de madera clara y una isla central tan grande que podríamos bailar sobre ella. Todo huele a vainilla, azúcar y café recién hecho.
—¿Me pasan los huevos, chef Santi? —le digo con voz seria.
—¡Sí, jefa! —responde, abriendo la nevera con esfuerzo y alcanzándome la caja.
—¿Y la harina, chef Luca?
—¡Aquí está! —dice, subiéndose a un banquito.
Comenzamos la mezcla. Ellos se ríen cada vez que salpico un poco de masa al batir, y yo finjo que es parte del show.
—¿Y saben qué es lo más importante para unos pancakes esponjosos? —les pregunto, alzando una ceja.
—¿Qué? —dicen, con los ojos brillando.
—El secreto está en el amor —susurro, como si fuera información confidencial—. Y en no batir demasiado.
—¡Yo le pongo amor! —grita Santi.
—¡Y yo también! —añade Luca, metiendo el dedo en la mezcla para probarla.
—¡Eh! Nada de dedos, pequeños monstruos —me río—. Vamos a cocinar como profesionales.
Los pancakes empiezan a dorarse en la sartén, y el aroma invade la cocina. Les rallo un poco de chocolate por encima, tal como me pidieron, y ellos aplauden emocionados como si estuvieran en un concurso de cocina.
—¡Los mejores pancakes del universo! —grita Santi, mientras me abraza por la cintura.
La mañana pasa algo lenta, pero extrañamente tranquila.
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Editado: 20.08.2025