El primer rayo de sol entra por la ventana y acaricia mi rostro como una caricia tibia. Parpadeo lentamente. Por un momento no sé dónde estoy. No reconozco el techo de madera clara, ni las cortinas blancas ondeando con la brisa, ni el canto de las gaviotas a lo lejos.
Y entonces recuerdo.
El resort. Los niños. Samuel.
Me estiro como un gato sobre la cama inmensa, con sábanas tan suaves que parece que dormí envuelta en nubes. No puedo evitar sonreír. Ayer fue un día extraño, sí… pero también fue bonito. Muy bonito. Sentí algo que no sentía hace mucho: ligereza.
Me levanto sin apuro. Me tomo mi tiempo para entrar al baño, darme una ducha con aroma a coco y maracuyá, y dejar que el agua me despierte del todo. Frente al espejo, me hago un moño desordenado, dejo unos mechones sueltos al frente y aplico un poco de protector solar con un toque de brillo en las mejillas.
Abro la maleta y saco mi bikini favorito. Es blanco, simple pero delicado, con pequeños bordados en hilo dorado. Me pongo encima un vestido blanco de lino, suelto, de tirantes finos, que deja mis hombros al descubierto. Me miro al espejo. No estoy espectacular… pero me gusto. Me siento… bien. Me siento yo.
Descalza, bajo por el sendero de piedra que lleva al restaurante buffet del hotel. El sol aún no quema. La arena está fresca. Las flores que rodean los caminos parecen recién regadas, y todo huele a limpio, a mar, a vacaciones de verdad.
Al llegar al comedor, me detengo un segundo en la entrada. El lugar es amplio, con mesas de madera rústica bajo techos de paja, y una enorme barra central repleta de frutas, panes, jugos, cereales, y platos calientes que humean tentadoramente.
Y entonces lo veo.
Samuel ya está ahí. De pie frente a la estación de jugos, con una camiseta blanca que le queda perfecta y una bermuda caqui. Lleva el cabello un poco revuelto, como si se hubiera pasado los dedos por él, y parece tan casual que me sorprende lo mucho que me llama la atención.
—Buenos días —digo, acercándome.
Él gira lentamente y me sonríe.
—Buenos días… —me responde con esa voz grave y pausada que tiene—. ¿Dormiste bien?
Asiento, sonriendo.
—Como un bebé mimado.
—Te ves… relajada.
—¿Eso es bueno?
—Eso es muy bueno.
Hay un silencio cómodo. De esos que no pesan.
Ambos giramos hacia el buffet, como si nos pusiéramos de acuerdo sin decirlo. Caminamos juntos, revisando cada estación como si fuera una pequeña aventura matutina.
—¿Panqueques o waffles? —pregunta, como si de eso dependiera la felicidad del mundo.
—Waffles, obvio. Pero con frutas. No me juzgues.
—¿Juzgarte? Te respeto más por eso.
Nos reímos. Hay algo suave en esta conversación. Algo fácil. Algo que flota.
Él se sirve huevos revueltos con salchichas y un café negro. Yo voy por mi waffle, algo de papaya, granola, y jugo de naranja recién exprimido. Buscamos una mesa en la terraza, bajo una sombrilla grande, con vista al mar. El sonido de las olas es el fondo perfecto.
—¿Y los niños? —pregunto mientras me siento.
—Siguen dormidos como piedras. Me pareció cruel despertarlos.
—Lo es —coincido, y ambos sonreímos.
Comemos en silencio un rato. No incómodo. Más bien… contemplativo. Lo miro mientras revuelve su café. Tiene una línea de sol que le cruza la mandíbula. Es raro, pero hoy lo veo distinto. Menos serio. Menos agotado. Más humano.
—¿Siempre fuiste así de… organizado? —pregunto, con una ceja levantada.
—¿Organizado?
—Sí. De esos hombres que buscan resorts perfectos, saben qué empacar, se despiertan temprano, y desayunan como si fueran modelo de catálogo.
Ríe. Esa risa baja, con la que no sabes si burlarse o confesarte algo.
—Tengo dos hijos pequeños. Si no soy organizado… el caos me devora.
—Eso tiene sentido.
—¿Y tú? ¿Siempre fuiste así de espontánea?
—¿Espontánea?
—Sí. De las que se suben a un auto con un casi desconocido y terminan en un resort lujoso, vestida como si saliera de un comercial de perfume.
Le doy una mirada escéptica, pero no puedo evitar reír.
—Bueno… digamos que no es lo que suelo hacer. Pero contigo todo parece un poco… fuera del guión.
—¿Y eso te molesta?
Lo pienso. Lo pienso de verdad.
—No —respondo—. Me asusta un poco. Pero no me molesta.
Él baja la mirada. Hay algo en su expresión. Algo que no termino de entender. Como si quisiera decir algo más, pero no supiera cómo. Como si tuviera miedo también.
—Isa…
—¿Sí?
—Gracias por venir. Gracias por estar con ellos. Conmigo.
Mis ojos se suavizan. No me lo esperaba. No así. No tan de frente. Trago saliva.
—No tienes que agradecerme nada. Yo también necesitaba esto. Más de lo que imaginaba.
Nos quedamos mirándonos unos segundos.
Largos.
Intensos.
Y entonces, la magia se rompe con el grito de dos vocecitas:
—¡¡¡ ISA!!! ¡¡PAPÁÁÁÁ!!
Luca y Santi llegan corriendo descalzos, con el cabello hecho un desastre y los ojos hinchados por el sueño, pero una sonrisa tan grande que se les ilumina el alma.
—¡Tenemos hambre! —grita Santi, trepándose en mis piernas.
—¡Queremos waffles con chocolate! —añade Luca, abrazando a Samuel por la espalda.
Samuel me mira y niega con la cabeza, pero sonríe.
—Ahí está el caos del que te hablaba.
Samuel se levanta de la mesa con una sonrisa suave y coloca una mano en el hombro de Santi.
—Voy a traerles el desayuno. ¿Qué quieren, capitanes?
—¡Waffles con chocolate y mucha crema! —grita Santi.
—¡Y jugo de mango! —añade Luca con entusiasmo.
—Entendido, mis señores —responde Samuel, haciendo una pequeña reverencia antes de alejarse hacia el buffet.
Yo lo sigo con la mirada un segundo. Se ve tan tranquilo, tan entregado a los niños. Hay algo en él que me desarma lentamente… y eso me asusta más de lo que debería.
De pronto, mi celular vibra sobre la mesa. Lo tomo con curiosidad y veo el nombre en la pantalla: Tía Claudia. Sonrío.
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Editado: 13.08.2025