La niñera de mis gemelos

Capítulo 8 - La cena que sale mal

El sol empieza a bajar y el cielo se tiñe de tonos naranjas, dorados y rosados que parecen sacados de una pintura. Estamos de regreso en la habitación, luego de una tarde entera entre juegos en la piscina, carreras, carcajadas, y miradas que, por más que intento ignorar, siguen clavándose en mi cabeza.

Isabella se ve tan cómoda con ellos. Con nosotros.

La escucho reír desde el balcón mientras ayuda a Luca a peinarse después de haberse mojado todo. Santi se le cuelga del brazo, inventando que ahora es un pulpo, y ella le sigue el juego como si fuera la mamá de toda la vida.

Y yo…

Me apoyo en el marco de la puerta y la observo.

¿Estoy enamorándome de ella?

La pregunta me golpea con fuerza, inesperada, pero no ilógica. ¿Cómo no sentir algo por alguien como ella? Por alguien que ha entrado en esta casa —en nuestras vidas— con la dulzura de una brisa que no se nota hasta que ya te está rodeando por completo.

La forma en que trata a mis hijos.

Cómo me mira cuando cree que no la veo.

La risa que suelta cuando uno de los niños dice una locura.

Y esa forma de ser tan… de ella.

Cierro los ojos un segundo.

Esto no estaba en mis planes. No pensaba volver a sentir esto. No tan pronto. No así.

Pero aquí estoy, con el corazón desobedeciendo todas las reglas que me impuse.

Quiero invitarla a cenar.

No como “gracias por cuidar a mis hijos”, sino… como algo más. Para que sepa que la veo. Que la noto. Que me importa.

Pero me freno. ¿Y si ella no siente lo mismo? ¿Y si solo está siendo amable, buena, y yo estoy confundiendo todo? ¿Y si estoy arrastrándola a un caos emocional que no pidió?

La duda me pesa en el pecho, pero aún así, camino hasta el celular, busco en el menú del resort y llamo a recepción.

—Buenas tardes, ¿cómo puedo ayudarle?

—Quiero organizar una cena privada para esta noche. Algo sencillo, pero especial. Frente al mar. Para dos personas.

—Por supuesto, señor. ¿Algún horario en especial?

—Al atardecer… cuando ya empiecen a encenderse las luces.

Cuelgo antes de que me dé tiempo de arrepentirme.

Miro por la ventana. Isabella está ayudando a los niños a recoger sus cosas. Se ve cansada, pero feliz. Tiene el cabello recogido en una trenza despeinada y aún así se ve más hermosa que cualquier mujer que haya conocido.

Esta noche… sabré si estoy loco por pensar que esto podría ser algo más.

Camino hacia el balcón donde está Isabella. Tiene a Santi dormido en sus piernas, y Luca hojea un cuento a su lado mientras se acurruca en una toalla. El aire tibio del atardecer la rodea como si el sol la abrazara por mí. Se ve tan tranquila, tan hermosa, que por un momento dudo si decir algo… o si simplemente quedarme mirándola.

Pero no vine hasta aquí para quedarme callado.

Me aclaro la garganta con suavidad.

Ella levanta la vista, y cuando me sonríe, siento que el suelo tiembla un poco bajo mis pies.

—¿Te gustaría cenar esta noche… conmigo?

La pregunta sale más rápido de lo que esperaba, y en cuanto lo digo, siento que me arde la nuca. Trago saliva y meto las manos en los bolsillos como si eso pudiera disimular el temblor en mis dedos. ¿Qué estoy haciendo? ¿Qué esperaba que dijera?

Isabella parpadea, sorprendida. Baja la mirada por un segundo, luego la sube de nuevo, y en ese momento sé que también está nerviosa.

Sus mejillas se tiñen de un tono suave, rosado. Muerde un poco su labio, insegura.

—¿Cenar… contigo? —repite en voz baja, como si no terminara de creérselo.

Asiento despacio.

—Sí… solo tú y yo. Nada formal. Quiero agradecerte por todo lo que has hecho por los niños… y por mí.

Ella se queda en silencio unos segundos que me parecen eternos.

—Sí… por supuesto —dice finalmente, con una sonrisa tímida, pero sincera.

Mi pecho se llena de alivio y nervios al mismo tiempo. Como si acabara de saltar al vacío… y ella hubiera abierto una red.

—Perfecto —respondo, tratando de sonar natural—. Es a las siete. Te paso a buscar.

—Está bien —dice, y vuelve a bajar la mirada, acariciando el cabello de Santi, aunque ahora tiene esa sonrisa en los labios que no se le borra.

Me quedo parado unos segundos más, observándola sin que se dé cuenta. Luego me doy la vuelta, con el corazón golpeando como tambor en mi pecho.

Después de unas horas, el cielo ya está pintado con tonos anaranjados y rosados, y la brisa cálida del atardecer recorre todo el resort con suavidad.

Los niños están en el cine infantil del lugar, felices y concentrados con sus palomitas de colores y esa película animada que tanto querían ver. Agradezco, por una vez, que exista algo que los mantenga quietos más de diez minutos.

Camino hacia el lobby, hacia donde quedamos. Y entonces la veo.

Isabella.

Se ve… hermosa.

No lleva maquillaje recargado, ni un vestido de diseñador, ni nada pretencioso. Solo un vestido rosa, sencillo pero perfecto, que se mueve con la brisa como si lo hubiera diseñado el viento. Lleva unas sandalias pequeñas, y el cabello suelto, con algunas ondas suaves que caen sobre sus hombros. Se ve dulce. Tranquila. Casi etérea.

Se ve como ella.

Me acerco con una sonrisa inevitable y, sin decir nada, estiro el brazo hacia ella.

Ella lo mira por un segundo, luego sonríe y lo toma con delicadeza. Su mano es cálida, suave, ligera. Pero ese pequeño contacto basta para encender algo en mi pecho.

—¿Lista? —pregunto.

—Lista —responde con una voz baja, pero segura.

Bajamos por el sendero iluminado con pequeñas luces amarillas, entre palmeras, arbustos cuidados y el murmullo del agua de una fuente cercana. No hablamos mucho. No hace falta. El silencio entre nosotros es cómodo, como si ya estuviéramos acostumbrados a compartirlo.

Y al final del camino… está la mesa.

Una mesa para dos, apartada bajo un cenador de madera blanca, decorada con velas suaves y flores frescas. Hay una botella de champaña ya servida en la hielera, y dos copas brillando bajo la luz tenue. Todo está dispuesto con cuidado, como si cada detalle hubiera sido pensado solo para este momento.




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