Regreso a mi habitación después de la cena con Samuel… y la verdad es que me siento como una idiota.
Una idiota completa.
¿Cómo pude dejarme llevar así? ¿Cómo permití que una sonrisa, una mirada larga o un comentario tierno hicieran que mi corazón se acelerara como si tuviera quince años?
Me recuesto en la cama, con el vestido rosa aún puesto, y dejo que el silencio me envuelva. El cuarto está en penumbra, apenas iluminado por una lámpara pequeña sobre la mesa de noche. Me veo en el espejo del closet y solo alcanzo a pensar en lo ingenua que fui.
Él tiene a su rubia de piernas largas. Esa mujer que besó frente a mí como si nada. Como si yo no estuviera parada a dos metros.
Y aún así, esta noche… me invitó a cenar.
¿En qué estaba pensando?
Me siento confundida, como si tuviera una pelea entre el corazón y la razón. Y, por ahora, la razón va ganando.
Samuel es dulce, sí. Es atento con sus hijos, responsable, divertido en sus momentos tranquilos. Pero también es el hombre que permitió que otra mujer me ignorara por completo, me escaneara con desprecio y luego lo besara frente a mí como si marcara territorio.
Me levanto, me quito los aretes y los dejo caer en el tocador. La cena fue bonita. La mesa, las velas, incluso la pizza… todo fue perfecto. Todo, excepto por la herida que no he podido cerrar desde ese momento frente al auto.
Lo que más me molesta es que… me gustó estar con él.
Disfruté cada segundo. Me reí. Lo miré como si fuera algo más que un papá soltero con un trabajo demandante. Lo vi como alguien con quien, en otra vida, tal vez me hubiera atrevido a enamorarme.
Pero esta no es esa vida.
Me siento en el borde de la cama y respiro hondo. No puedo permitirme caer por alguien que no tiene claro lo que quiere. Yo ya me rompí una vez… y no quiero volver a recoger los pedazos.
Y aún así…
Mi celular vibra.
Es un mensaje de Samuel.
“¿Llegaste bien a tu habitación?”
Sonrío, aunque no quiero. Porque incluso en su contradicción… me hace sentir cuidada.
Escribo un simple “Sí, gracias”, y dejo el teléfono boca abajo.
Me meto bajo las sábanas. Quiero dormir. Apagar mi cabeza. No pensar más en sus ojos cuando me dijo que no sabía por qué me preguntó si estaría con alguien como él.
Lo dijo con miedo. Lo vi. Lo sentí.
Y lo peor… es que si él me lo pidiera, si lo dijera en serio… probablemente le diría que sí.
Prendo el televisor, intentando distraerme, y justo están dando Viernes de locos. Mis labios se curvan en una sonrisa involuntaria.
—¡Ay, amo esta película! —susurro para mí misma, acomodándome entre las almohadas.
Lindsay Lohan, con esa mezcla perfecta entre rebeldía y ternura. Siempre me ha encantado. No sé qué tiene, pero verla me da cierta paz. Como si por un rato pudiera volver a mi adolescencia, cuando las cosas eran más simples, cuando el drama solo ocurría en la pantalla y no en la vida real.
Es una reliquia esta película… de esas que puedes ver mil veces y aún te hacen reír. Me río sola en un par de escenas, incluso repito algunos diálogos en voz baja. Me sé varias líneas de memoria.
Y por un instante, olvido todo.
Olvido el beso de Samuel con su rubia perfecta. Olvido la cena, las miradas que duraban demasiado, la pregunta que me hizo temblar por dentro.
Solo estoy yo, mi cama, una película de mi infancia… y un corazón que aún no sabe muy bien qué hacer.
Cierro los ojos un segundo, dejándome llevar por la risa de Lindsay y el caos adorable de la trama.
Los golpes en la puerta me sacan de golpe de la película. Son insistentes, urgentes. Me levanto de la cama de un salto, con el corazón latiéndome en el pecho.
Abro la puerta y ahí está Samuel. Su expresión lo dice todo: está pálido, con la mandíbula tensa y los ojos llenos de preocupación.
—¿Qué sucede? —pregunto, con un nudo ya formándose en la garganta.
—Es Santi —dice, casi sin aliento—. Tiene fiebre… altísima. No me gusta cómo se ve. Creo que debemos llevarlo al hospital.
No necesito escuchar más.
Corro a agarrar mis cosas mientras él va por el niño. Me pongo una chaqueta encima del pijama sin siquiera mirar el espejo. El miedo me atraviesa el cuerpo como una descarga eléctrica. Santi… no, por favor.
Cuando salgo, veo a Samuel cargándolo en brazos. El niño está recostado contra su pecho, con las mejillas encendidas, los párpados pesados y un quejido bajito que parte el alma.
—Luca está dormido —dice Samuel—. No quería despertarlo, pero no quiero dejarlo solo.
—Yo lo cargo —respondo sin pensarlo. Entro a la habitación contigua, levanto con cuidado a Luca, que murmura algo incomprensible y se acurruca contra mi cuello. Está tibio, respirando tranquilo. Gracias a Dios.
Bajamos
por el sendero del resort en medio de la oscuridad, solo iluminados por la tenue luz de los faroles del jardín. Samuel abre la puerta del auto con una mano mientras sostiene a Santi con la otra, y yo acomodo a Luca en el asiento trasero, arropándolo con una manta.
El ambiente se siente denso, pesado… pero silencioso. Samuel sube a Santi en el asiento del copiloto, aún en sus brazos. Yo me siento detrás con Luca, que sigue dormido, ajeno al caos que se está desarrollando a su alrededor.
Cuando el auto arranca, miro hacia adelante y veo a Samuel apretar el volante con fuerza.
Llegamos al hospital y, apenas Samuel baja del auto con Santi en brazos, dos enfermeras se nos acercan rápidamente. Todo pasa en segundos: le toman la temperatura, preguntan síntomas, y lo llevan directo a una habitación pediátrica mientras una de ellas nos indica que los acompañemos.
—Tiene 39.6 —escucho decir a una enfermera mientras caminan deprisa.
Yo cargo a Luca, que ya se ha despertado, confundido, frotándose los ojos. Lo acurruco contra mi pecho, susurrándole que todo está bien, aunque mi voz aún tiembla un poco.
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Editado: 31.08.2025