La madrugada pesa. El silencio es espeso, incómodo, casi insoportable.
Camino por el pasillo con Luca dormido en mis brazos, envuelto en su mantita de dinosaurios. Samuel va unos pasos delante, con Santi apoyado contra su pecho, aún febril, pero más tranquilo después del suero. Ninguno dice nada. Solo caminamos. Cansados. Rotos.
Cuando llegamos a las habitaciones del resort, Samuel me lanza una mirada rápida, incómoda, como si no supiera qué decirme. Yo tampoco sé qué decirle. Así que solo asiento en silencio y cierro la puerta tras de mí.
Acomodo a Luca en su cama pequeña, acaricio su cabello con cuidado y me quedo sentada en el borde del colchón, viéndolo dormir. Tiene la boca entreabierta, y su manita descansa sobre la almohada. Luce en paz. Como si el mundo no pudiera hacerle daño.
Yo, en cambio, siento que el mundo me está haciendo pedazos.
No debería sentirme así. No debería dolerme tanto. Pero lo hace. Me atraviesa.
Mi mente vuelve al sonido chillón de esa voz en el teléfono: “¿La niñera?”
Y luego su respuesta. Fría. Automática. Como si yo no fuera nadie.
“Sí, vine con los niños y la niñera.”
¿Eso soy ahora?
¿Solo la niñera?
Apoyo los codos sobre las rodillas y escondo el rostro entre las manos.
¿En qué momento pasé de ser Isabella… a simplemente la niñera?
¿Y por qué me duele como si me hubiera roto el corazón?
Me recuesto en la cama sin desvestirme siquiera. Cierro los ojos con fuerza y lo primero que aparece en mi mente es él.
Samuel.
Su sonrisa durante la cena.
La forma en que me miraba, como si yo fuera lo único en el mundo.
Sus dedos rozando los míos cuando tomó la copa.
El brillo de las velas reflejándose en sus ojos.
Y luego, esa pregunta inesperada: “¿Tú estarías con alguien como yo?”
Mi corazón se había acelerado tanto, tan fuerte…
Creí que había algo real entre nosotros. Creí, por un segundo, que tal vez él también lo sentía.
Y después, la piscina…
Su risa cuando me salpiqué sin querer.
Su cuerpo tan cerca, el agua templada y el calor de su mirada.
El momento en que nuestras bocas estuvieron a un suspiro de distancia…
Hasta que los niños interrumpieron.
¿Cómo fui tan ingenua?
Siento vergüenza. Una profunda, quemante vergüenza.
No por haberlo deseado. No por haberme ilusionado.
Sino por haberme engañado sola.
Por haber confundido atención con cariño. Costumbre con afecto.
Y una mirada… con amor.
Él tiene a otra. Una mujer que sí puede llamarse su novia.
Yo solo soy la niñera.
Y esta noche, por fin lo entendí.
Al día siguiente
Estoy sentada en una de las mesas del buffet con los niños, ayudando a Luca a pelar una mandarina mientras Santi revuelve su tazón de cereal sin mucho interés. El sol se cuela por los ventanales del restaurante, y la brisa del mar hace ondear suavemente las cortinas blancas. Todo parece perfecto. Menos yo.
Sonrío. Claro que lo hago.
Les hablo con dulzura a los niños, juego con ellos como siempre. Pero por dentro, algo en mí se rompió anoche. Y por más que intento ignorarlo, lo siento ahí… latiendo en el pecho, estorbándome la respiración.
Samuel no ha bajado aún.
Y lo agradezco.
No sabría cómo mirarlo.
Mis dedos están tensos alrededor de la taza de café, tanto que siento el calor atravesar mi piel. Me obligo a soltarla y me enfoco en abrir el yogur de Luca. Solo soy Isabella, la niñera. Que no se me olvide.
Entonces lo veo.
Baja las escaleras vestido con una camisa blanca remangada y un pantalón de lino claro. El cabello un poco despeinado, como si hubiera dormido mal.
Nuestros ojos se cruzan.
Y yo… desvío la mirada.
Rápido. Sin pensarlo.
—Buenos días —dice él, acercándose a la mesa con esa voz que normalmente me revolvería el estómago de nervios.
Levanto la vista y sonrío. Una de esas sonrisas educadas, suaves, que no dicen nada.
—Buenos días, Samuel. ¿Dormiste bien?
—Sí… bueno, no mucho, la verdad —responde, tomando asiento frente a mí.
Santi lo saluda con un abrazo que él devuelve con fuerza. Luca levanta los brazos y Samuel lo carga por un segundo antes de volverlo a sentar. Todo es normal. Todo debería sentirse normal.
—¿Desayunaron ya? —pregunta mientras toma una servilleta.
—Sí, hace un rato. Pensé que no vendrías —digo, sin intención de sonar cruel, pero sabiendo que lo hago.
—Tuve que hablar con el pediatra de Santi, revisar unos correos del trabajo —responde, como si necesitara justificarse.
Asiento, sin agregar más.
Él me observa.
Lo siento. Siento su mirada sobre mí, buscándome.
—Isabella, anoche… —empieza.
Levanto una mano con delicadeza y le interrumpo mientras sirvo más jugo para Santi.
—No pasa nada, Samuel. No tienes que explicarme nada.
—Pero quiero hacerlo —insiste, en voz baja.
Clavo los ojos en los de él por un segundo.
Y por primera vez en días… no tiemblo.
Estoy demasiado herida para hacerlo.
—Yo estoy aquí por los niños. Esa fue siempre la idea, ¿no?
Sus labios se aprietan. Se nota incómodo. Confundido. Herido también, quizás.
—Sí… pero las cosas han cambiado —murmura.
—Solo si tú quieres que cambien —respondo, volviendo la vista a mi plato vacío—. Pero si vas a hacerme sentir como una intrusa cada vez que algo se complica, mejor no.
Samuel guarda silencio. Sus manos se mueven sobre la mesa, nerviosas. El tipo de silencio que incomoda. Que duele. Que pesa.
—Llamaste a Ágatha —le digo de pronto, sin mirarlo—. Y me llamaste “la niñera”.
Él se queda quieto. Totalmente quieto.
—No fue mi intención… no quería que se armara un problema —dice al fin.
—Tranquilo, no lo hiciste. Me abriste los ojos.
Lo miro y sonrío. Esa sonrisa rota, la que no sale del alma sino de la garganta.
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Editado: 02.09.2025