La niñera de mis gemelos

Capítulo 11 - Donde no me quieren, no me quedo

El cielo comienza a aclararse, pintado de tonos suaves entre el gris y el rosa. Ya casi es de día.

Vamos por la autopista de regreso a la mansión, pero el ambiente dentro del auto es todo menos cálido. Samuel va al volante, en silencio, concentrado en la carretera como si fuera su única salida. Su mandíbula está apretada, el ceño fruncido, y ni una palabra ha dicho desde que salimos del resort.

Yo voy en el asiento trasero con Luca acurrucado en mi pecho, y Santi dormido sobre mi pierna. Sus respiraciones suaves son lo único que me mantiene centrada, lo único que me impide romperme por completo.

Miro por la ventana mientras las luces de los faroles van quedando atrás, una a una, como si estuviéramos escapando de algo… o de alguien.

Pero lo único que quiero es huir de mí misma.

Cierro los ojos por un segundo. Solo uno. Pero en ese instante se repite en mi cabeza su voz diciendo “la niñera”, como si no hubiera significado nada más. Como si aquella cena, esa casi caricia en la piscina, y cada mirada que compartimos… no hubieran existido.

Tal vez para él no lo hicieron.

Acaricio el cabello de Luca con una mano y con la otra sostengo la manito de Santi, pequeña, cálida. Son todo lo que está bien en este momento. Y, sin embargo, no son míos.

Ninguno de los dos lo es.

Samuel ni siquiera me ha dirigido una mirada por el retrovisor. Ni una pregunta. Ni un “¿estás bien?”.

Y yo… yo ya no sé ni quién soy aquí.

Muerdo el interior de mi mejilla para no llorar. No delante de ellos. No delante de él.

Cuando la mansión aparece al fondo de la colina, imponente y hermosa bajo la luz del amanecer, siento que en lugar de volver a casa, estoy entrando a una jaula.

No puedo seguir en un lugar donde me estoy rompiendo en silencio.

Quisiera detener el auto. Bajarme. Correr. Desaparecer.

Pero solo me abrazo más a los niños. Como si eso pudiera protegerme de un corazón que no me quiere.

El portón principal se abre con el mismo sonido metálico de siempre. Ese chirrido que antes pasaba desapercibido, ahora me retumba como una bienvenida forzada.

El auto se detiene. Samuel baja sin decir nada y abre el baúl para sacar las maletas. No cruza mirada conmigo. No ofrece ayuda. Solo las deja al lado de la puerta y entra.

Yo respiro hondo, una vez. Dos. No por mí. Por ellos.

Luca se frota los ojos, medio dormido. Santi bosteza sin despertarse del todo. Los cargo con cuidado, uno en cada brazo, porque si suelto algo, siento que soy yo la que se va a romper.

El ama de llaves abre la puerta.

—Señorita Isabella, bienvenida. ¿Cómo estuvo el viaje?

Sonríe, como siempre. Ella no tiene la culpa.

Le regalo una sonrisa de cortesía, vacía.

—Bien… gracias.

Eso es todo lo que puedo decir.

Camino por el enorme recibidor con pasos lentos, arrastrando la maleta con una mano, cargando a mis dos pequeños con la otra. La casa huele igual, se ve igual… pero no se siente igual.

De hecho, ya no se siente nada.

Subo las escaleras en silencio. Cada peldaño es un recordatorio de que estoy subiendo a un cuarto que no es mío, en una casa que no es mía, con unos niños que amo… pero que tampoco me pertenecen.

Entro a la habitación. Oscura. Callada. Lejana.

Coloco a Luca en su cama. Después a Santi.

Los arropo con delicadeza, les beso la frente.

Sus pequeños cuerpos se acomodan instintivamente como si supieran que estoy ahí, como si buscaran consuelo en medio de la madrugada.

Apago la lámpara. No quiero que vean mis ojos si se despiertan.

Cierro la puerta con suavidad, y solo entonces me atrevo a soltar el aire que he contenido desde que salimos del resort. Me apoyo contra la pared. El corazón late lento. Dolido.

Camino a mi cama y dejo caer la maleta en la alfombra. No tengo fuerzas ni para abrirla.

Me siento en el borde. Miro alrededor. Las cortinas, la silla de lectura, la bandeja de desayuno que aún está allí desde el viernes, vacía, olvidada.

Y ahí lo entiendo.

El lugar al que volvimos ya no se siente como hogar.

Ni siquiera mío.

Tal vez nunca lo fue.

La mansión me abraza con su lujo, pero no con su amor.

Todo aquí grita pertenencia… menos yo.

Estoy cansada de pretender que estoy bien.

Cansada de fingir que esto no duele.

Cansada de amar a alguien que me ve… solo como la niñera.

Y por primera vez desde que llegué a esta casa, empiezo a pensar seriamente en irme.

En protegerme.

En reconstruirme fuera de estas paredes.

La casa está en completo silencio. La madrugada se cuela por las ventanas y el frío se siente más fuerte que nunca.

Intento dormir. Lo juro. Pero no puedo.

Me revuelvo en la cama, me tapo, me destapo, me doy la vuelta una y otra vez… pero el sueño no viene.

Lo único que sí viene es el recuerdo de su voz.

De su risa nerviosa.

De sus palabras cuando dijo “la niñera”.

Me levanto. El reloj marca las 3:47 a.m.

Decido bajar a la cocina por un vaso de agua. Tal vez el silencio me aclare la cabeza. Tal vez pueda calmar este nudo en el pecho que no me deja respirar.

Bajo las escaleras descalza, con cuidado de no despertar a los niños. Mis pasos suenan suaves sobre el mármol.

Camino directo a la cocina, sin encender luces. El resplandor del exterior es suficiente para guiarme.

Abro el refrigerador. Tomo la jarra de agua.

Y entonces la escucho.

Una voz chillona. Pegajosa.

Familiar.

Ella.

Me congelo.

El sonido viene del estudio.

La puerta está entornada.

Voy a dar media vuelta, pero…

Escucho mi nombre.

—¿Y esa niñera? —pregunta Ágatha, con tono de burla—. ¿Sigue ahí todavía?

Me detengo. El corazón me late tan fuerte que lo siento en las sienes.

—Sí —responde Samuel, tras un breve silencio—. Todavía está. Es buena con los niños. Me ha ayudado mucho.




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