Despierto con el zumbido insistente del celular sobre la mesa de noche. Apenas son las 7:12 a.m. y mis ojos se niegan a abrirse del todo, pero el nombre en la pantalla hace que me incorpore al instante.
Mamá.
Casi no hablamos. No porque no la quiera, sino porque es de esas personas que aún cree que los teléfonos solo deberían usarse para emergencias y cumpleaños. Ella vive en Inglaterra desde hace años. Se fue poco después de que mi padre muriera. Nunca supe si huyó del dolor o buscaba algo más. Nunca se lo pregunté.
Deslizo el dedo para contestar, aclarándome la voz.
—Mamá…
—Hola, hijo —responde con ese acento que ha ganado con los años, pero que no borra su tono cálido y pausado—. ¿Te desperté?
—No, no. Ya estaba por levantarme.
Mentira, pero no quiero que lo note.
—Bueno… se acerca mi cumpleaños. Y este año quiero algo diferente.
Sonrío, echándome hacia atrás contra la cabecera.
—¿Déjame adivinar? ¿Un libro de cocina tailandesa? ¿Un nuevo abrigo?
—No —dice, y su voz cambia, más suave—. Quiero que vengan. Tú, los niños… Isabella. Quiero conocerla. Quiero verlos.
Me quedo en silencio unos segundos. Ella nunca pide nada. Nunca exige. Siempre se ha mantenido al margen, tal vez porque sabía que criar a los niños sin Amanda me exigía demasiado. Pero ahora me doy cuenta de lo mucho que me he alejado. No solo geográficamente.
—¿Estás segura? Es un viaje largo con dos niños y… y todo lo que implica.
—Samuel. Si no los veo ahora, ¿cuándo? La vida no espera. Y los niños crecen tan rápido…
Cierro los ojos por un momento. Recuerdo cuando mamá sostenía a Luca recién nacido, con lágrimas en los ojos, diciéndome que Amanda se parecía a ella cuando era bebé. Recuerdo su risa cuando Santi balbuceó por primera vez. Pero también recuerdo cómo se fue alejando, cómo me encerré en mi dolor después de la muerte de Amanda, sin darle lugar a nadie más. Ni siquiera a ella.
—Está bien —respondo al fin—. Vamos a ir. Te lo prometo.
Del otro lado, escucho el leve suspiro de alivio que intenta disfrazar.
—Gracias, hijo. No te imaginas cuánto significa para mí.
Cuando cuelgo, Isabella aparece en la puerta con una de mis camisas puestas, el cabello revuelto y cara de sueño.
—¿Todo bien? —pregunta con voz ronca.
—Sí. Era mi madre. Quiere que vayamos a Inglaterra para su cumpleaños.
Isabella sonríe con ternura, se acerca y se sienta en el borde de la cama.
—¿Y tú qué opinas?
—Opino que… es momento de cerrar ciertos círculos. Y de abrir otros.
Ella me mira, con esos ojos que todo lo entienden, incluso lo que no digo.
—Será lindo. Para ti, para los niños… para todos. Y además, nunca he ido a Inglaterra.
—Entonces será tu primera vez… como Moretti.
Ella se ríe.
—¿Moretti? ¿Ya me cambiaste el apellido?
—Lo harás tú misma, pronto.
Nos besamos, y en ese beso hay promesas, reconciliaciones y raíces que, a pesar de la distancia, siguen vivas.
Más tarde, cuando les contamos a Santi y Luca que vamos a viajar a ver a su abuela, saltan en la sala como si les hubiéramos anunciado una visita a Disneyland. Preguntan si allá también hay perros, si la abuela cocina cosas ricas, si podrán llevar sus peluches y si podrán ver aviones desde cerca.
—¿Y puedo enseñarle mis dibujos a la abuela? —pregunta Santi.
—Claro, y seguro va a querer colgarlos en su nevera —le aseguro.
El aroma a café recién hecho me saca del celular por un momento. Desde el comedor puedo ver a Isabella en la cocina, de espaldas, con su cabello recogido a la carrera y una camiseta que claramente es mía. Se mueve con soltura, sin prisa, como si ya conociera cada rincón de esta casa, como si siempre hubiese sido suya.
—¿Quieres pan francés o huevos revueltos? —pregunta sin mirarme, mientras parte unas fresas en un plato.
—Los que no se quemen —respondo con una sonrisa pícara.
—Ah, entonces tú cocinas.
—Me retracto. Amo los tuyos aunque estén carbonizados.
Ella se ríe, y ese sonido me hace más bien que cualquier café.
Regreso la vista al portátil. Llevo más de media hora buscando vuelos. Casi todos con escalas imposibles o precios ridículos, pero entonces… bingo.
—¡Los encontré! —anuncio—. Vuelo directo, buena hora, salimos en diez días. ¿Te va bien?
—Perfecto. ¿Y los niños?
—Pueden llevar una maleta de cabina cada uno. Ya me imagino a Santi empacando solo dinosaurios y a Luca llevándose todos sus libros de aventuras.
Ella deja el cuchillo, se seca las manos y se acerca con dos tazas de café. Me entrega una, luego se sienta a mi lado y revisa los datos del vuelo.
—Vamos a Inglaterra —dice en voz baja, como si apenas pudiera creerlo.
—Sí. Vas a conocer a mi madre.
—¿Y qué le digo?
—Que gracias… por criar a un hijo tan guapo.
—Oh, modestísimo —responde, dándome un codazo suave.
—En serio. Dile que soy feliz contigo. Que no me quedó grande ser papá otra vez porque te tengo a ti. Díselo sin miedo.
—Se lo diré —susurra.
Después del desayuno, cuando ya tengo los boletos comprados y el café se ha enfriado a la mitad, los niños bajan corriendo con sus cuadernos en mano. Santi trae los lápices mal puestos en el estuche y Luca se tropieza con sus propias medias, pero igual llegan al comedor como si estuvieran en plena misión secreta.
—¡Tenemos tarea! —anuncia Santi con cara de preocupación.
—¿Desde cuándo hacen cara de susto por una tarea? —les pregunto divertido.
—Desde que es de matemáticas —responde Luca, frunciendo el ceño.
Isabella se seca las manos con un repasador y se acerca, levantando una ceja.
—¿Matemáticas? Eso me gusta. A ver, ¿qué tienen que hacer?
Los dos se sientan a la mesa como si se estuvieran preparando para un examen en Harvard. Isa toma asiento entre ellos, hojea los cuadernos con atención y empieza a leer las consignas.
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Editado: 02.09.2025