Ha pasado un mes.
Un mes sin su voz, sin sus notas de audio preguntándome si estoy comiendo bien, sin sus frases llenas de sarcasmo disfrazado de amor. Un mes desde que me dijeron que mi tía Claudia ya no estaba en este mundo… y aún no logro creerlo.
Lloro casi todas las madrugadas. Samuel se hace el dormido a veces, pero sé que me escucha. Lo sé porque se acerca en silencio, me abraza por detrás, y deja su mano en mi vientre, como si eso bastara para recordarme que la vida sigue. Que hay amor todavía.
Estoy yendo al psicólogo. Fue idea de él. No me obligó, solo me dijo: “No estás sola, pero a veces también se necesita alguien que sepa cómo ayudarte a estar contigo misma.”
Y tenía razón. La psicóloga me ha enseñado a no pelear con la tristeza, sino a caminar con ella. A entender que extrañar no es debilidad. Es amor que no sabe dónde ir.
Hoy es la ecografía donde sabremos el sexo del bebé.
De camino al hospital, Samuel va conduciendo con una sonrisa que apenas le cabe en la cara. Me ha dicho mil veces que será una niña. Que lo sabe porque desde que supo que estaba embarazada, sueña con trenzas, vestidos y dibujos en crayola.
—Va a tener tus ojos —dice mientras se detiene en un semáforo—. Pero espero que mi sentido de la dirección.
—Y tu terquedad —le digo sonriendo un poco—. Ya lo imagino: mini Samuel peleando por la última galleta.
—O mini Isabella diciéndome cómo debo sentarme, hablar, vestirme y hasta respirar.
Nos reímos. Es la primera vez que me río de verdad en semanas. Lo noto porque duele un poco… pero es un dolor bonito. Como si algo estuviera sanando.
El hospital huele a desinfectante y a algo más… algo que no puedo describir pero que me revuelve el estómago. Quizá son los nervios. Quizá son los recuerdos. O quizá es el vacío que todavía me arde en el pecho desde que Claudia se fue.
Camino al lado de Samuel por los pasillos blancos, y su mano aprieta la mía de vez en cuando. No dice nada, pero lo sé. Sabe que estoy a punto de romperme. Lo ha sabido desde que despertamos esta mañana.
—Respira —me susurra, justo antes de entrar al consultorio.
Asiento, aunque no estoy segura de saber cómo se hace eso últimamente.
Nos hacen pasar.
La sala de ecografía es fría, demasiado silenciosa. Me recuesto en la camilla, y una enfermera amable me sonríe mientras me sube la blusa y aplica el gel helado sobre mi vientre. Cierro los ojos un segundo. Samuel no me suelta la mano. Se acerca a mi oído y dice:
—Sea lo que sea, ya la amo con locura.
Y esa frase, simple y suave, me rompe de una forma hermosa.
La pantalla se enciende. Y ahí está.
Nuestro bebé.
Nuestra historia escrita en latidos.
Una manchita perfecta en blanco y negro que se mueve, que crece, que vive.
—Todo se ve bien —dice la doctora, sonriendo—. ¿Quieren saber el sexo?
Samuel se endereza en su asiento, con una mezcla de emoción, ansiedad y ternura en los ojos.
—¡Sí! —responde antes de que yo siquiera pueda abrir la boca.
Tiene una sonrisa tan grande que parece un niño a punto de recibir el mejor regalo del mundo.
—Es una niña —confirma la doctora, mientras señala la pantalla.
El silencio que sigue no es incómodo. Es sagrado.
Samuel se inclina y me besa la frente, con un temblor en los labios.
—Te lo dije —susurra con la voz quebrada—. Sabía que era nuestra niña.
Y yo… yo no puedo dejar de mirar esa imagen en la pantalla.
Una niña.
Una niña que llegará a este mundo llena de amor, aunque también en medio del duelo.
Una niña que no conocerá a Claudia, pero que escuchará de ella cada historia, cada enseñanza, cada travesura.
Una niña que heredará su fuerza, su corazón gigante, su forma tan suya de proteger sin pedir permiso.
Una niña que me obliga a seguir caminando, incluso cuando siento que no puedo más.
Mis ojos se llenan de lágrimas, pero esta vez no de tristeza.
Sino de esperanza.
Samuel acaricia mi cabello con ternura, mientras yo sigo inmóvil, intentando grabar este momento en mi alma.
—¿Sabes cómo me la imagino? —dice, rompiendo suavemente el silencio—. Con tu risa… y mi torpeza. Caminando descalza por la casa, dejando migas de galleta en cada rincón y preguntando todo con esos ojos grandes que seguro heredará de ti.
Hace una pausa.
—Y cuando crezca… será una tormenta hermosa. Como tú.
—Será amada —le respondo, mirándolo—. Amada hasta los huesos. Eso es lo que importa.
Él asiente y se inclina para besar mi vientre.
—Hola, mi niña —murmura—. Te esperamos con todo lo que somos.
La doctora nos deja solos unos minutos. Samuel me ayuda a limpiar el gel y me acomoda la ropa, como si tuviera miedo de romperme.
Y en ese instante lo entiendo.
Todo.
No se trata de olvidar a quienes amamos.
No se trata de llenar vacíos ni de fingir que no duele.
Se trata de recordar.
De amar otra vez… incluso con el corazón roto.
De permitir que la vida florezca entre las ruinas.
De elegir la luz, incluso cuando la oscuridad parece más fácil.
Me apoyo en Samuel y salimos del consultorio.
En mi mente solo hay una imagen: la carita de mi hija, esa sombra hermosa que palpita dentro de mí.
La vida sigue.
Y con ella… nosotros.
Salimos del hospital tomados de la mano, en silencio. No hace falta hablar. Hay algo sagrado en este momento, como si el universo hubiera hecho una pausa solo para nosotros.
Subimos al carro y Samuel no enciende el motor de inmediato. Me mira con esos ojos suyos que siempre me desarman, y entonces lo dice.
—Quiero que se llame Claudia.
Lo miro, sorprendida. Parpadeo.
—¿Qué?
—Claudia —repite, con voz baja, temblorosa—. Suena hermoso, ¿no? Claudia Moretti. Sería un honor a tu tía. A lo que fue para ti… para nosotros.
No sé qué decir. El aire se me atora en el pecho. Quiero hablar, pero lo único que puedo hacer es mirarlo.
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Editado: 02.09.2025