La niñera de mis gemelos

Capítulo 31 - El robo

El llanto agudo y suave de Claudia me arranca del sueño. Me toma un par de segundos ubicarme. No es como cuando los niños eran pequeños y me despertaba sobresaltada. Esta vez, a pesar del cansancio, me despierto con una paz extraña. Como si mi cuerpo supiera exactamente lo que debe hacer.

Me incorporo con cuidado, tratando de no despertar a Samuel. Aunque para ser sincera, él duerme con un oído puesto en todo lo que hace la bebé. Pero esta vez, permanece quieto, respirando despacio. Se ve tan tranquilo… y me da ternura no romperle el descanso.

Camino descalza, acunando a Claudia con una mano mientras con la otra me recojo el cabello en una moña desordenada. Está inquieta, se retuerce un poco, y en cuanto llego al baño y enciendo la luz, lo confirmo.

—Ay, mi amor… —susurro entre risas bajas—. Vaya regalito.

Coloco una toalla limpia sobre el cambiador improvisado que tenemos en el baño y comienzo a quitarle el pañal. La pequeña patalea con esos piecitos minúsculos que parecen hechos de algodón. Tiene los ojos entrecerrados, pero su llanto se calma en cuanto la limpio con una toallita tibia.

—Tranquila, bebé… ya casi —le hablo en voz bajita, casi como una canción.

De pronto, escucho pasos.

—¿Todo bien? —pregunta Samuel con la voz ronca desde la puerta.

Me giro y sonrío. Está despeinado, en boxers y con los ojos hinchados de sueño, pero aun así entra sin dudarlo.

—Se hizo popó —digo como si fuera la gran noticia de la madrugada.

—¿Y qué tal la obra de arte? —bromea mientras se acerca.

—Nivel avanzado —le respondo con una risa baja—. Pero ya casi termino.

Él se acerca y, sin que le diga nada, toma la bolsa con el pañal sucio y la cierra con un nudo rápido.

—Te amo —le digo, simplemente, mientras termino de ajustar el nuevo pañal y coloco el enterizo limpio.

—Y yo a ti… pero mucho más desde que cambias pañales con esa habilidad ninja —responde, dejando un beso en mi frente.

Le paso a Claudia, ya más tranquila, y él la sostiene como si lo hubiera hecho toda la vida. Se balancea con ella en brazos mientras le canta una tonadita inventada. Una mezcla de reguetón mal entonado con canción de cuna. Me río.

—Samuel…

—¿Sí?

—No sé cómo lo haría sin ti.

Él baja la mirada a nuestra hija y responde:

—No tienes que hacerlo sola nunca más.

Me quedo mirándolos, grabando la escena en mi mente. El padre que eligió estar, que ama sin condiciones, que cambia pañales a las tres de la mañana sin quejarse. La bebé que ahora duerme nuevamente en sus brazos. Y yo, en medio, con la certeza más grande del mundo:

Esta es mi vida.

Después de cambiarla y calmarla, decidimos no volver a la cama todavía. La madrugada está fresca, y el silencio de la casa se siente acogedor. Samuel me toma de la mano y me guía hasta el balcón. Nos sentamos juntos en el sofá pequeño de mimbre, con una manta ligera sobre las piernas.

Envuelvo a Claudia en su mantita rosada y la arropo con cuidado contra mi pecho. Se acomoda como si ese fuera el lugar más seguro del mundo. Y lo es.

Samuel me observa en silencio durante un buen rato, con esa mirada que lo dice todo sin decir nada.

—No puedo creerlo —susurra al fin—. Mírala… está aquí. Es real.

—Lo sé —le respondo en voz baja, acariciando la espalda diminuta de nuestra hija—. A veces siento que todavía estoy soñando.

Samuel se inclina hacia mí y deja un beso en mi mejilla.

—¿Sabes? Creo que nunca he sido tan feliz en mi vida.

Lo miro, y sus ojos brillan en la penumbra.

—¿De verdad?

—Sí. No es una felicidad de película, de esas perfectas donde todo sale bien. Es una felicidad de la vida real… con desvelos, pañales, caos, amor, abrazos a las tres de la mañana, y tú. Siempre tú.

Mis ojos se humedecen, pero sonrío.

—El próximo mes nos casamos —añade, con esa emoción contenida en la voz—. Y no sé si estoy más emocionado por verte caminar hacia mí o por ver a Luca y Santi llevando los anillos… o por la carita de Claudia dormida en brazos de mi madre mientras nosotros decimos “sí, acepto”.

—¿Y si lloro como una Magdalena ese día? —pregunto, medio en broma, medio en serio.

—Entonces lloraremos juntos —responde, y toma mi mano con suavidad—. Isa, yo no sabía que podía amar tanto hasta que te encontré. Y con cada hijo, con cada paso que damos, me doy cuenta de que siempre hay más amor que dar.

Apoyo mi cabeza en su hombro, sintiendo cómo Claudia respira suave, rendida contra mí. El cielo comienza a aclarar un poco, anunciando que el amanecer no está lejos.

—¿Te imaginas lo que nos falta todavía? —le digo, cerrando los ojos.

—No quiero imaginarlo… quiero vivirlo. Cada segundo. A tu lado.

Nos quedamos ahí, en silencio. No hace falta decir nada más. La vida está ocurriendo justo frente a nosotros. Y es hermosa.

Y mientras arrullo a nuestra hija, y Samuel acaricia mi cabello, entiendo que esto —este momento en el balcón con nuestra bebé dormida entre los dos— será uno de esos recuerdos que guardaré por siempre.

•••

El sol está suave esta mañana. No quema, no abruma… solo acaricia, como si supiera que hoy será un buen día.

Samuel entra a la habitación con una sonrisa tranquila, esa que solo aparece cuando se le olvida que alguna vez fue un hombre duro, cerrado, ajeno al amor. Nuestra hija duerme profundamente en mis brazos, con las mejillas redondas y los deditos apretando un extremo de mi blusa. Tiene días de nacida y ya logró que todo en nosotros cambie.

—¿Te parece si damos un paseo? —me pregunta Samuel, inclinándose para besarme la frente—. Solo un ratito. Tú, yo… y ella.

Le sonrío. La idea suena perfecta.

Poco después, salimos los cinco de casa. Samuel empuja el cochecito con una ternura que jamás imaginé en él. Cada tanto, se detiene para acomodar la cobija o revisar si la bebé sigue durmiendo bien. Sus movimientos son suaves, atentos. Casi reverentes. Como si nuestra hija fuera una obra de arte viviente. Y en parte, lo es.




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