La niñera de mis gemelos

Capítulo 33 - El día de la boda

Maldita sea.

El día de la boda ha llegado.

Y me duele el estómago. Literal. No en el sentido poético, no como una metáfora bonita sobre mariposas. No. Siento que voy a vomitar.

—¿Estás bien? —pregunta Luca, desde la cama. Santi también se asoma desde su almohada. Están en nuestra habitación porque anoche quisieron dormir conmigo. Fue su “última noche” antes de que papá se casara oficialmente con mamá.

—Sí… solo un poco… ¿nervioso?

—¿Vas a llorar? —pregunta Santi, con una sonrisa traviesa.

—No. Bueno… tal vez. No sé. Ustedes me hacen muchas preguntas tan temprano.

Los niños se ríen y saltan sobre mí, dándome ánimos como si fuera a entrar a una pelea de boxeo. Supongo que así se siente un hombre a punto de dar el paso más importante de su vida.

Voy al baño y me lavo la cara. Me miro en el espejo. Tengo cara de muerto de miedo, pero con el corazón lleno.

Isabella.

Hoy será mi esposa.

“Formalmente”, porque en el fondo… ella ha sido mi hogar desde que me dijo que sí la primera vez.

Me visto con la ayuda de mi hermano. Traje negro, camisa blanca, corbata delgada color vino. Me ayuda a acomodar el pañuelo en el bolsillo mientras murmura:

—No puedo creer que te estés casando. El hombre de hielo. El que no creía en el amor.

—Cállate.

—Nah, solo digo que… te ves feliz, Sam. Realmente feliz.

—Lo estoy —admito.

El salón está decorado como un sueño: flores blancas, luces cálidas, sillas alineadas frente al altar con un arco cubierto de tul y más flores.

Mi madre está hermosa, emocionada. Los niños llevan trajes diminutos y están más serios que nunca. Luca sostiene un cojín con los anillos. Santi mira a todos como si fuera el guardaespaldas oficial del evento.

Pero no es hasta que la música empieza, y ella aparece… que todo dentro de mí se apaga.

Isabella.

Mi novia.

La mujer que me cambió la vida, que me mostró lo que era la familia, el caos hermoso de ser padre, el milagro de volver a amar.

Camina hacia mí con su vestido blanco ajustado al cuerpo, con encaje delicado en los hombros y una pequeña capa que cae como un velo ligero. Su cabello está suelto, en ondas suaves. Y su sonrisa…

—Te ves hermosa —le digo apenas llega hasta mí.

—Y tú como un hombre que ya no quiere huir de lo que siente.

Nos tomamos de las manos, temblorosos pero felices. A mi derecha está Luca, sosteniendo un pequeño canasto. Ha sido tan juicioso que tiró los pétalos con precisión mientras caminaba. Cada tres pasos, una lluvia de rosa blanca. Tan meticuloso como si fuera una misión secreta.

A la izquierda está Santi, con el cojín de los anillos, tan serio como un pequeño guardaespaldas. Se detuvo frente a nosotros, alzó el cojín con ambas manos y me guiñó un ojo.

—Papá… misión cumplida —susurró.

Todos se rieron. Incluso Isabella, entre lágrimas.

El oficiante nos da la bienvenida. Dice unas palabras sobre el amor, la familia, la pérdida y los nuevos comienzos. Menciona a Claudia, y el silencio se vuelve emotivo. Isabella me aprieta la mano. Yo la miro.

—Hoy no falta nadie —le digo.

Ella asiente con un suspiro.

—Samuel y Isabella han decidido escribir sus propios votos —anuncia el oficiante.

Mi corazón late con fuerza.

Isabella habla primero.

—Cuando llegué a tu casa, pensaba que solo estaba consiguiendo un empleo —empieza, su voz firme pero temblorosa—. No sabía que me estaba encontrando con mi hogar. No sabía que ese hombre gruñón, serio, de mirada intensa… sería quien me mostraría el significado de amar sin condiciones. Me diste una familia. Me diste tu confianza, y hoy… me das tu apellido. Te prometo amarte incluso en los días difíciles. Prometo no huir cuando tengas miedo. Prometo seguir eligiéndote, una y otra vez, porque contigo entendí que el amor real no grita, no exige… solo se queda.

Hay un silencio. Un nudo me aprieta la garganta.

—Mi turno —digo, tragando saliva—. Isabella… jamás pensé que me enamoraría otra vez. Mucho menos de la niñera de mis hijos. Pero apareciste como un huracán: dulce, caótica, con esa sonrisa capaz de derribar todos mis muros. Me enseñaste a reír otra vez, a llorar sin miedo, a confiar. Me salvaste. Y ahora… me haces el hombre más afortunado del mundo. Prometo cuidarte. Prometo pelear contigo solo si puedo reconciliarme después. Prometo admirarte como madre, como mujer, como todo lo que eres. Y sobre todo, prometo seguir aprendiendo a amar como tú me enseñaste.

Las lágrimas corren por sus mejillas. También por las mías.

Luca me pasa su pañuelo.

—Toma, papá. Para que no se te moje el traje.

La risa general nos relaja. El oficiante nos invita a colocar los anillos. Santi extiende el cojín con una sonrisa orgullosa.

Coloco el anillo en su dedo.

—Con este anillo, te tomo como mi esposa, hoy y siempre.

Ella hace lo mismo.

—Con este anillo, te tomo como mi esposo, hoy y siempre.

—Samuel, Isabella —dice el oficiante con una sonrisa—. Por el poder que me ha sido otorgado… los declaro oficialmente marido y mujer. Samuel, puedes besar a la novia.

Y lo hago.

La beso como si fuera la primera vez. Como si todo el amor que hemos construido durante meses explotara en un segundo perfecto.

Los aplausos nos envuelven. Los niños saltan. La gente lanza pétalos al aire. Y yo la tengo entre mis brazos, riéndose entre lágrimas.

—¿Estás feliz? —me pregunta.

—Más que eso. Estoy en paz.

Salimos caminando tomados de la mano. Ahora como marido y mujer. La familia Moretti, al completo.

Y justo antes de entrar al salón de la recepción, ella se detiene.

—¿Qué? —le pregunto.

—Te amo —dice.

Y esa frase… en ese instante… es la promesa más poderosa de todas.

El salón está iluminado con luces cálidas que cuelgan del techo como pequeñas estrellas. Todo huele a flores frescas, vainilla y ese perfume que Isabella usa solo en ocasiones especiales.




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