La niñera de mis gemelos

Capítulo 34 - La luna de miel

Nunca pensé que fuera a doler dejar a mi bebé por unos días.

Claudia tiene ocho meses y la dejo en los brazos de mi suegra con una mezcla de angustia y ternura. Ella sonríe, me besa la frente y dice:

—Disfruten. Yo me encargo de todo.

Santi y Luca saltan a mi alrededor, gritando que quieren hamburguesa para cenar y que le enseñarán a Claudia a decir “mamá”. Les doy mil besos a cada uno y otro más a mi hija, que se aferra a mi blusa como si supiera que me estoy despidiendo por un tiempo.

—Voy a extrañarlos tanto… —susurro, más para mí que para ellos.

Samuel me toma de la mano. Su palma cálida me recuerda por qué estamos haciendo esto. También merecemos este momento. Nosotros dos.

Cuando el avión aterriza en Maldivas, todo lo que puedo hacer es abrir la boca como si nunca hubiera visto el mar. Es… irreal. Tan perfecto que parece sacado de una postal.

Agua cristalina. Cabañas flotantes sobre el mar. Flores exóticas en cada rincón.

—Bienvenida a tu luna de miel —me susurra Samuel al oído mientras me abraza por la espalda.

Lo miro y me río, emocionada.

—Esto es demasiado.

—Tú mereces demasiado.

Nuestro bungalow tiene el suelo de vidrio. Puedo ver los peces nadar bajo nuestros pies mientras camino descalza. La habitación huele a coco y vainilla. Afuera hay una piscina privada con vista al océano turquesa. Me siento en el borde, con los pies sumergidos en el agua.

Y por primera vez en meses… respiro profundo.

Sin llantos.

Sin pañales.

Sin horarios.

Solo yo.

Solo Samuel.

Nosotros.

Nos cambiamos en silencio, con esas sonrisas cómplices que solo existen entre dos personas que se conocen de memoria.

Samuel sale primero, ya sin camisa, con una copa en la mano y una botella de champaña que enfriaron para nosotros. Yo me pongo un bikini blanco sencillo, y encima una bata de seda ligera que apenas cubre lo necesario. Cuando salgo a la terraza, él se detiene a mirarme.

—¿Sabes cuántas veces soñé con esto?

—¿Conmigo en bata?

—Con tenerte solo para mí. Sin bebés llorando. Sin llamadas del restaurante. Solo tú, yo… y esta piscina.

Me río mientras me acerco. Él descorcha la botella y el sonido rompe la calma de la noche con una pequeña explosión feliz.

—¿Celebramos? —pregunta, levantando las copas.

—¿El qué?

—Nuestra historia. El caos que fue conocerte. Lo inesperado que fue enamorarme. Y lo perfecto que es amarte.

Brindamos.

El primer sorbo me sabe a libertad, a dulzura, a un amor sin culpa.

—Ven —me dice, y sin darme tiempo a responder, me carga en brazos.

—¡Samuel! —grito entre risas.

—Shhh —me responde, bajando la voz a un susurro—. Que la luna no se entere que te estoy robando un beso.

Y me besa. Con la pasión de la primera vez. Con la calma de la última. Con todo.

Nos metemos a la piscina y el agua tibia nos envuelve. Me acurruco en su pecho, y él rodea mi cintura como si pudiera protegerme de todo.

—Quiero quedarme así —murmuro, apoyada en su hombro—. Detener el tiempo.

—Entonces hagámoslo eterno —responde él.

A un lado de la piscina, en una bandeja flotante, hay un plato con fresas cubiertas de chocolate. Samuel toma una y la lleva a mi boca. Me mira mientras la muerdo, lento. Se le escapa una sonrisa traviesa.

—Nunca pensé que mi esposa pudiera verse tan sexy comiendo fruta.

—¿Y tú qué esperabas? ¿Una madre de tres que solo usa pijamas de ositos?

—Sí —dice—. Pero incluso con los ositos, me vuelves loco.

Nos reímos. Y volvemos a besarnos. Bajo las estrellas. Con el mundo en silencio.

Y mientras lo tengo cerca, mojado, con el cabello desordenado, con los ojos llenos de amor, pienso que este no es un final feliz.

Es un nuevo comienzo.

Uno en el que elegimos amarnos cada día, incluso cuando duela, incluso cuando estemos cansados.

Uno en el que, aunque el caos vuelva… siempre podamos regresar a este lugar.

A nosotros.

Al amor.

La brisa marina se siente más fresca cuando salimos de la habitación. Me puse un vestido rojo, largo, con la espalda descubierta, y Samuel no ha parado de mirarme desde que lo vio. Camina a mi lado con una sonrisa que no se le borra. Lleva una camisa blanca arremangada, un reloj elegante, y su mirada… esa mirada que hace que me tiemble todo por dentro, aunque ya sea mi esposo.

El restaurante queda frente al mar, sobre una tarima de madera decorada con luces cálidas. Hay música en vivo, un cuarteto suave que toca jazz. Nos acompañan las estrellas y el sonido de las olas.

—Esto es… —digo, mirando alrededor—. Como un sueño.

—Es nuestra realidad ahora, amor —me responde Samuel, rozando mis dedos con los suyos—. Lo construimos.

Nos sentamos en una mesa con vista directa al agua. Samuel pide una botella de vino tinto, uno de esos absurdamente caros que jamás habríamos comprado en otro momento de nuestras vidas, pero hoy… hoy es especial.

—Quiero que pidas lo que quieras —dice, dándole una sonrisa al mesero—. Esta noche no se habla de presupuestos, de bebés ni de pañales.

—¿Ni de vómitos?

—Ni de vómitos.

Nos reímos.

—Entonces quiero las costillas más caras de este menú.

—Y yo la carne wagyu que cuesta lo mismo que un teléfono nuevo —añade Samuel.

Brindamos. Por el amor. Por nosotros. Por sobrevivir a las noches sin dormir y a las pruebas de embarazo en baños improvisados.

Cuando llega la comida, casi se me salen los ojos. Las costillas están bañadas en una salsa dulce con toques de whisky y romero, acompañadas de puré de papa trufado y vegetales al grill. Samuel corta su filete como si estuviera en un comercial, y ambos nos miramos antes de dar el primer bocado.

—Oh. Dios. —murmuro.

—Estoy a punto de llorar —dice él.

Comemos en silencio, porque no se puede hablar cuando la comida es así de buena. Y entre un sorbo de vino, un trozo de costilla y una mirada cómplice, entiendo que esta luna de miel no es solo un viaje.




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