Isabelle llevaba veinte minutos dando vueltas por calles londinenses que parecían salidas de un rompecabezas mal armado. El GPS, acababa de decir por tercera vez “recalculando ruta” con un tonito pasivo-agresivo que le daba ganas de tirarlo por la ventana.
—Sí, sí, ya sé que me pasé —gruñó ella, mientras giraba el volante con una mano y ajustaba el aire con la otra—. Tal vez si me hablaras con un poco menos de juicio, Siri clonada, podríamos llevarnos bien.
A pesar de estar completamente perdida (y sospechosamente cerca de una calle que ya había pasado tres veces) no extrañaba Shrewsbury. El pintoresco pueblito que la había visto nacer, crecer y... ser humillada públicamente. Allí ya no le quedaba nada. Su madre había fallecido seis años atrás, a su padre nunca lo conoció, y el resto de su vida se había ido al garete gracias a dos personas: Elliot y Melanie. Su prometido y su mejor amiga. Literalmente. En la cama. Juntos. A un mes de la boda.
Y claro, lo peor de todo no fue descubrir la traición, sino que te quitaran el novio y el hombro en el que ibas a llorar por haber perdido al novio. Ironías nivel experto.
En Shrewsbury todos sabían tu nombre, el nombre de tu perro y si el asado del domingo pasado te había salido seco, crudo o digno de ser denunciado. También sabían (con lujo de detalles y probablemente con imágenes mentales) que Isabelle Thompson había sido la engañada del año. Si alguien más se le acercaba con ese “¿cómo estás?” dicho en tono mitad lástima, mitad morbo de novela de la tarde, iba a empacar sus cosas y mudarse a Marte.
Pero por ahora, Londres era suficiente. Y lo mejor: no había necesitado un cohete para llegar hasta allí. Bastó con su auto, que si bien no era el más moderno ni hablaba con voz sexy como los de las películas, la había traído sin rechistar ni una sola tos de motor. Claro, la ciudad tenía sus contras. ¿Caro? Como para que llorara la tarjeta de crédito. ¿Ruidoso? Como vivir dentro de una licuadora industrial. ¿Anónimo? Gloriosamente, y eso era un pro mayúsculo. Londres no le recordaba que tenía un vestido blanco colgando en su armario como fantasma dramático, ni le mostraba cada mañana el buzón con el apellido del traidor, todavía ahí como una broma cruel.
Y sí, hubiese preferido estar en una escuela, enseñando a niños que se comían los mocos, pero sabían conjugar verbos. Pero las vacantes docentes estaban más peleadas que entradas para un concierto de Taylor Swift. Así que… niñera. No era su plan A, ni B, ni siquiera C, pero servía. Además, sus ahorros no iban a durar para siempre. Más bien, empezaban a hacer dieta sin consultarle.
—Un trabajo es un trabajo, Izzy —se dijo a sí misma mientras estacionaba frente a un edificio moderno con ventanales enormes y un letrero discreto: Blake Architects.
Se bajó del auto, se sacudió el abrigo y se enderezó con toda la dignidad posible. Caminó hacia la entrada como si no fuera a entrevistarse para cuidar a una niña de siete años.
El estudio era luminoso, elegante, y olía a café caro y madera pulida. Isabelle no pudo evitar mirar hacia arriba, donde colgaban lámparas minimalistas que parecían carísimas. Frente al escritorio de recepción, un joven de sonrisa brillante la saludó como si la conociera de toda la vida.
—¡Buenos días! ¿Vienes por la entrevista?
—Sí, para el puesto de niñera —respondió ella, tan animada como pudo sin sonar desesperada. Que lo estaba.
—Genial. Tienes que esperar a ser llamada. Segunda puerta a la derecha. Mucha suerte —dijo él, guiñándole un ojo amigable.
—Gracias —respondió ella, sonriendo de vuelta.
Se dejó caer en uno de los sillones del pasillo, soltando un suspiro que sonó más teatral de lo que pretendía. A su lado, una planta moribunda decoraba el rincón con la energía de un lunes a las ocho de la mañana. Sus hojas colgaban como si hubiesen renunciado a vivir… o al menos a la fotosíntesis.
—A ti te están regando demasiado —le murmuró, frunciendo la nariz con autoridad botánica—. Si no fueras tan grande, ya te habría sacado de aquí como una misión de rescate. No sería robo… sería justicia vegetal.
—Intuyo que debes ser Isabelle Thompson, porque no recuerdo haber llamado a una jardinera.
Isabelle dio un respingo y se giró tan rápido que por poco se lleva la planta consigo. Frente a ella, un hombre alto, de cabello negro y sonrisa amable la observaba con una ceja alzada y los brazos cruzados con una relajada elegancia que parecía imposible de ensayar.
—Así es, soy Isabelle —respondió, riéndose con suavidad mientras se ponía de pie y se acercaba para estrecharle la mano.
—Alexander Blake —se presentó él con voz firme pero cordial—. Acompáñame, por favor.
Lo siguió hasta una oficina que parecía sacada de una revista de diseño escandinavo. Minimalista, en tonos fríos y sobrios, con muebles de líneas limpias y paredes blancas impecables. Y, sin embargo, había algo en la iluminación cálida, las texturas suaves y un par de fotografías en blanco y negro en las estanterías que lograban que el ambiente no se sintiera frío. Contradictorio, pensó Isabelle. Pero no encontraba otra forma de describirlo.
Se sentó en la silla que él le indicó, frente a un escritorio de madera clara, mientras Alexander tomaba asiento al otro lado. Isabelle sacó su currículum y lo dejó sobre la mesa con una pequeña sonrisa.