Alexander entró en la habitación con el sigilo de un ninja y la determinación de un padre que sabía que despertar a su hija requería paciencia. Se acercó en puntillas hasta la ventana y, con la precisión de quien ya había intentado todo menos contratar una orquesta sinfónica, corrió apenas la cortina. Un rayo de luz matinal atravesó la habitación directo al rostro de Sophie.
—Buenos días, sol —canturreó con entusiasmo, acercándose a la cama—. Hora de despertar.
Desde debajo del edredón, emergió un murmullo poco humano. Algo entre un gruñido y el rugido de una criatura mitológica que claramente no era fan del amanecer.
—¿Por qué tengo que levantarme más temprano? —preguntó Sophie con voz pastosa, sin molestarse en sacar la cabeza de debajo de la manta.
—Son apenas veinte minutos antes de lo habitual —respondió Alexander, sentándose en el borde de la cama con la paciencia de un santo y la voz de quien intenta negociar con una miniatura de diva—. Tenemos que estar listos para conocer a la nueva niñera.
Un ojo se abrió. Solo uno. Lo observó desde su nido de cobijas como si evaluara si esa excusa era válida.
—Está bien —dijo finalmente, con la resignación de quien acepta una derrota cósmica—. Pero espero que sea buena.
—Jamás contrataría a una niñera mala —replicó Alexander con una sonrisa mientras ayudaba a Sophie a ponerse de pie, aunque tuvo que sostenerla brevemente cuando ella se tambaleó como un zombi recién salido de una película.
Ella caminó hasta el baño con pasos pesados, arrastrando las pantuflas con la gracia de un saco de papas. Alexander la siguió hasta la puerta y se detuvo.
—Tienes cinco minutos de privacidad antes de que venga a comprobar que no estás intentando escapar por la ventilación —avisó, divertido.
—La niñera querrá huir por la ventilación —murmuró Sophie, cerrando la puerta.
Mientras tanto, él regresó a su habitación para ordenar su mochila.
Dentro, encontró… aire. Y con suerte, un cuaderno solitario que parecía más un diario de guerra que un útil escolar. Frunció el ceño.
—Ajá… claro. ¿Para qué llevar libros a la escuela?
Se acercó al pequeño escritorio de Sophie, ese santuario de caos infantil, y comenzó su expedición: sacó el libro de matemáticas, el de ciencias, el estuche con lápices tan gastados que parecían restos arqueológicos, una regla rota y una goma de borrar que había sido intervenida artísticamente con una carita feliz.
—Perfecto —masculló, metiéndolo todo como si armara una bomba de tiempo.
Finalmente la cerró con el triunfo resignado de un padre que, al menos por hoy, evitó que su hija fuera a la escuela con una mochila vacía.
Sophie reapareció en escena como si acabara de perder una pelea contra el uniforme escolar. Llevaba la falda de cuadros girada casi hasta la espalda, como si se hubiese vestido dando vueltas sobre sí misma. La camisa blanca estaba abotonada con entusiasmo, pero sin mucho acierto: un botón errante la hacía lucir torcida. El blazer azul marino colgaba de un solo hombro con aire rebelde y las medias hasta la rodilla estaban, bueno… en distintos niveles de compromiso.
Eso sí, el cabello estaba razonablemente peinado (aunque con un mechón que insistía en escaparse como si tuviera vida propia) y la cara lucía limpia, brillante, y con esa expresión que decía “¿y ahora qué?”
Alexander la observó con una mezcla de orgullo y resignación, mientras se acercaba a ella como un mayordomo experto en moda escolar infantil.
—¿Te lavaste los dientes? —preguntó, mientras le abrochaba correctamente la camisa con dedos pacientes y le acomodaba el blazer.
—Sí —respondió Sophie con voz seria, como si se tratara de una declaración jurada.
—¿Y las manos?
—También.
Él se arrodilló un segundo para subirle una de las medias caídas y girar la falda de nuevo al frente, todo con la precisión de un cirujano y la gracia de un padre que ya lo había hecho demasiadas veces.
—¿Y le dijiste adiós a la civilización tal como la conocemos?
Sophie lo miró con ojos entrecerrados, cargados de juicio.
—Papá…
—Solo estaba comprobando que sigues prestando atención —replicó él, levantándose con una sonrisita—. Vamos a desayunar.
Bajaron juntos las escaleras, Alexander detrás, asegurándose de que su hija no fuera a quedarse dormida de pie. Sophie suspiró dramáticamente al llegar a la cocina, como si el peso de ser una niña de siete años fuera demasiado para sus pequeños hombros.
—Ojalá esta niñera no sea como la última —comentó Sophie, ya sentada frente a su plato de tostadas con los codos sobre la mesa.
—No era mala... —intentó defender Alexander mientras vertía leche en una taza.
—Intentó convencerme de que el brócoli era chocolate mágico —replicó, levantando una ceja como si eso hubiese sido una ofensa personal.
Alexander carraspeó y evitó el contacto visual.
—Tenía imaginación, eso es todo.
Sophie lo miró fijo, en silencio, con ese tipo de juicio silencioso que solo los niños saben hacer. Él alzó las manos en rendición.