La Noche de las Medusas.

Un Viernes Cualquiera

El viernes en la Universidad de Bethara siempre traía una sensación de liberación. Esa bocanada de aire fresco, la promesa del fin de una semana de clases y lecturas interminables. Para mí, Seigi Tanaka, significaba dejar atrás, aunque fuera por un par de días, las intrigas de imperios antiguos y las ideas de filósofos que parecían hablar desde otro planeta. Al salir de mi última clase de Historia Antigua, el murmullo animado de las conversaciones y el familiar sonido de los cierres de mochilas llenaban el aire, marcando el inicio del tan esperado fin de semana.

Mientras caminaba por los pasillos, esquivando grupos de estudiantes que ya hacían planes a los gritos, mi mente aún divagaba entre ruinas de civilizaciones. Intentaba, como siempre, darle sentido a ese pasado lejano, encontrar las extrañas conexiones que lo unían con mi presente. Dejé atrás la imponente biblioteca, con su atmósfera tranquila, y el aula, donde la voz apasionada del profesor había dado vida, por un rato, a tablillas de arcilla y jeroglíficos.

Pero, como una melodía pegadiza que se instala en la memoria, otro pensamiento, mucho más cercano y menos académico, comenzaba a tomar protagonismo: Lucy Yoshida. La había visto al mediodía, en uno de los bancos soleados del jardín, con la cabeza inclinada sobre un libro de poesía. La luz del sol se filtraba entre las hojas y se posaba sobre su cabello oscuro, creando un halo que la hacía parecer casi irreal. Lucy… mi amiga de la infancia, dueña de una sonrisa que desvanece mis preocupaciones y de una inteligencia que siempre me ha inspirado profunda admiración. Mi afecto por ella es un secreto que ha crecido con el tiempo, como una planta terca que busca la luz en un rincón tranquilo. A veces, durante una discusión en clase o en esos cruces fugaces en los pasillos, nuestros ojos se encuentran por un instante, y en esa breve conexión siento una chispa, una promesa silenciosa que atesoro.

El bullicio del campus disminuyó a medida que me acercaba a la estación de metro. La energía juvenil de mis compañeros se mezclaba con la prisa más cansada de los adultos que volvían a casa. El descenso por las escaleras me introdujo en el mundo subterráneo, con su luz artificial parpadeante y el eco constante del paso de los trenes. El vagón se llenó rápidamente, y tuve que agarrarme a una barra para mantener el equilibrio mientras el tren avanzaba por los túneles oscuros. Observé las caras de los otros pasajeros, cada uno inmerso en sus propios pensamientos. Escuché a una mujer quejarse: "Otra vez el teléfono. Desde ayer anda raro, la señal se va y vuelve... Pensé que era la batería, pero no. A mi vecino le pasa lo mismo con la tablet." Una conversación casual, sin mayor importancia aparente, pero que flotaba en el aire como una nota discordante.

Al llegar a la estación para el transbordo al colectivo, la luz del sol me recibió como una caricia cálida después de la frialdad del metro. La espera en la parada fue corta, interrumpida por el inconfundible motor del autobús que me llevaría hacia el norte, de vuelta a los campos donde se encontraba mi hogar. Poco a poco, el paisaje urbano de edificios y asfalto dejó paso a zonas verdes, a casas más dispersas y, finalmente, a ese aire limpio y con olor a tierra mojada que siempre me anunciaba mi cercanía al hogar.

Finalmente, el colectivo se detuvo en la parada habitual. Bajé, sintiendo un alivio físico casi inmediato al dejar atrás el ajetreo constante de la ciudad. El camino de tierra hacia nuestra granja estaba bordeado de árboles viejos que parecían susurrar secretos con la brisa, y el canto de los pájaros llenaba el aire con una melodía sencilla. A lo lejos, la silueta familiar de nuestra casa se recortaba contra el cielo del atardecer, con una columna de humo elevándose suavemente de la chimenea: mamá seguramente ya estaba en la cocina, preparando la cena.

Al abrir la puerta, un grito lleno de energía infantil resonó en el interior. "¡No vas a ganar, monstruo feo!", exclamó una voz pequeña pero llena de convicción.

Una sonrisa se dibujó en mi rostro antes de siquiera pensarlo. Allí estaba Kenji, mi hermano pequeño de siete años, en medio de una batalla épica que solo existía en la vastedad de su imaginación. Su adversario era un dinosaurio de juguete verde chillón y desgastado, al que Kenji enfrentaba con una regla de madera enarbolada como la espada de un héroe legendario. Sus ojos brillaban con la intensidad desbordante propia de los niños.

"¡Ahora sentirás mi súper golpe!", gritó Kenji, lanzando la regla con todas sus fuerzas contra el costado del dinosaurio, que terminó rodando impotente por el suelo. Kenji celebró su victoria con un pequeño salto y un grito de triunfo, puños en alto.

Cuando se dio cuenta de mi llegada, su cara se iluminó aún más. "¡Seigi!", gritó, y corrió hacia mí, dejando a su temible enemigo jurásico abandonado en el improvisado campo de batalla de la sala de estar.

Me agaché rápidamente para recibir su abrazo apretado y lleno de impulso. Kenji siempre tenía esa capacidad de llenarme de energía con su entusiasmo puro y su mundo de fantasía sin límites, donde él era el valiente protector de la ciudad.

"¡Seigi, ya estás aquí! ¡Estaba luchando contra el Gran Terror!", me contó con los ojos brillantes, señalando al dinosaurio derrotado con una autoridad cómica. "¡Pero Súper Kenji lo venció él solito!"

Le revolví el pelo con cariño. "Increíble, Kenji. Parece que gracias a ti, la ciudad está a salvo un día más. Eres un verdadero héroe", le dije, sonriendo.




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