La Noche de las Medusas.

Bajo un Cielo Extraño

El sol del sábado pintaba los campos de un dorado brillante, despertando la tierra para un día de labor. Para mí, significaba un cambio de chip completo: dejar los libros de historia y sumergirme en el ritmo tranquilo pero constante de la granja. Después de un desayuno reconfortante preparado por mamá —con ese aroma a pan recién hecho y café que siempre llenaba la casa— salí con papá para empezar el trabajo.

El día transcurrió entre el cuidado de los animales, con sus ruidos familiares de balidos de ovejas, cacareos de gallinas y el mugido lejano de una vaca, y la revisión de los cultivos. Su verde vibrante contrastaba con la tierra marrón bajo nuestros pies. Papá, con su calma habitual y sus manos sabias, me enseñaba los pequeños secretos de la naturaleza: cómo prever una buena cosecha o cuándo llovería con solo sentir el aire. A veces, mi mente divagaba hacia mapas antiguos y batallas lejanas, pero el contacto con la tierra y el trabajo físico siempre me anclaban al presente.

Las horas volaron bajo el sol que subía, con el golpeteo del martillo y el raspar de la pala como banda sonora. Hubo momentos de silencio compartido, disfrutando de la compañía mutua, y otros donde papá contaba historias divertidas sobre una vaca terca o algún vecino peculiar. Nos reímos bastante, sobre todo cuando intenté ordeñar una cabra que, claramente, no quería ser tocada y me dio una suave patada.

A media mañana, mientras papá intentaba sintonizar el pronóstico en su vieja radio de transistores, noté algo extraño. Solo se oía estática, un silbido constante y molesto. Papá frunció el ceño, golpeando la radio suavemente.

"Otra vez igual", masculló. "Desde ayer esto anda mal. Pensé que era la radio, pero el tractor también falló un par de veces hoy. Y dicen en el pueblo que no hay semáforos en algunas esquinas, que los teléfonos se quedan sin señal en el peor momento... Como si hubiera alguna interferencia fuerte por ahí".

Lo dejamos pasar, atribuyéndolo a una falla temporal, pero la sensación de que no era normal quedó flotando en el aire.

Después de comer, con la panza llena del delicioso guiso de carne con papas de mamá —su guiso siempre me hacía sentir que no había problemas en el mundo—, llegó el momento de pasar tiempo con Kenji. Mi hermano chico tiene una energía y una imaginación inagotables. Lo encontré en el jardín, convirtiendo un charco en un océano enorme y unas ramas caídas en barcos piratas. Intentaba que su pequeño coche de juguete a control remoto navegara por el "océano", pero el coche solo daba tirones erráticos o se quedaba quieto.

"Está roto, Seigi", se quejó, señalando el juguete inerte con frustración. "No obedece, ¡el Barbanegra invisible lo rompió!". Otro pequeño fallo que, sumado al de la radio, empezaba a sentirse... significativo.

"¡Seigi, mira!", me gritó, cambiando de tema con la rapidez propia de los niños, señalando su rama-barco. "¡Este es mi barco invencible! ¡Vamos a buscar el tesoro del Capitán Barbanegra!"

No pude negarme. Durante la siguiente hora, fui su primer oficial, navegando por los "mares" peligrosos del jardín, peleando contra monstruos imaginarios hechos de plantas y encontrando tesoros escondidos que eran solo piedras brillantes. Kenji, con una toalla atada al cuello como capa y un palo como espada, era un líder genial y muy divertido, capaz de convertir cualquier rincón del jardín en una aventura épica. Sus preguntas inesperadas y su forma de ver el mundo a veces me hacían reír y me recordaban la libertad y pureza de la imaginación, algo que sentía haber perdido un poco.

La tarde avanzaba, pero el ambiente empezó a sentirse... raro. El aire, fresco por la mañana, ahora se sentía pesado, cargado, con una quietud antinatural que ponía los pelos de punta. Los pájaros cantaban menos, y cuando lo hacían, sonaba a destiempo, con una frecuencia extraña. Los animales de la granja parecían más inquietos de lo normal, sus movimientos nerviosos, sus ruidos destemplados. El sol empezó a descender, pero el atardecer de ese sábado no fue el habitual espectáculo de naranjas y rosas cálidos. El cielo se tiñó de un violeta oscuro inusual, casi enfermizo, salpicado de extraños tonos verdes que parecían vibrar con una luz propia. No había nubes de tormenta, pero la luz era opresiva, tiñéndolo todo de un color irreal.

Mientras mamá preparaba la cena bajo una iluminación interior que parpadeaba intermitentemente —otro indicio de que la electricidad no andaba bien—, aproveché para poner a punto mi vieja bicicleta. Tenía un plan para el domingo: un viaje de unos treinta y cinco kilómetros hasta la cabaña que nos dejó el abuelo. Estaba al lado de un pequeño lago escondido entre las colinas, un lugar tranquilo donde me gustaba pasar horas pescando y soñando despierto. Necesitaba ese tiempo para mí, para desconectar de la universidad y de las expectativas, un espacio para simplemente estar solo con mis pensamientos, aunque estos ahora incluían la creciente inquietud por el ambiente.

Mientras revisaba las ruedas y ponía aceite en la cadena bajo ese cielo extrañamente coloreado, Kenji se acercó, sus ojos fijos en el crepúsculo inusual, su expresión un poco más seria de lo normal.

"¿A dónde vas, Seigi?", me preguntó con su voz aguda.

"Voy a ir a la cabaña del abuelo mañana, Kenji. Solo, a pasar el día al lado del lago".

Su cara se puso un poco triste, pero rápidamente se recuperó, aunque la preocupación por el cielo seguía ahí. "El cielo está raro, Seigi. Y el aire se siente... pica. ¿Es magia negra?".




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