La Noche de las Medusas.

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El domingo amaneció sin la luz clara y prometedora que esperaba. La atmósfera se sentía densa, pesada, casi eléctrica, la misma que se había instalado la tarde anterior con esos colores extraños en el cielo. No era el aire fresco y limpio que siempre encontraba a orillas del lago del abuelo, sino algo pegajoso, con una humedad rara que no olía a lluvia, sino a una extraña quietud inerte. El cielo, que usualmente recordaba como un lienzo azul brillante, se presentaba con una tonalidad grisácea uniforme, como si una fina capa de polvo cósmico lo velara, apagando la poca vida que el sol intentaba dar. Los colores extraños del atardecer de ayer habían desaparecido, dejando solo este velo opresivo.

Guardé la mochila, tomé la bicicleta y me despedí de mi familia, que también notaba el ambiente enrarecido. Pedaleé los treinta y cinco kilómetros, sintiendo mi teléfono en el bolsillo, tan muerto como anoche, una presencia inútil. El camino se sentía más largo, más silencioso. Los pájaros cantaban menos, los insectos zumbaban a una frecuencia extraña. Era como si el mundo contuviera el aliento.

Finalmente llegué a la cabaña. Estaba justo como la recordaba, pequeña y acogedora. Dejé la bicicleta apoyada y me dirigí al lago. Zarpé en el viejo bote de madera del abuelo, sintiendo el agua fría y sorprendentemente inmóvil bajo el remo. La superficie, que solía reflejar la orilla y el cielo como un espejo casi perfecto, hoy parecía turbia, opaca, casi impenetrable, como si una neblina invisible se extendiera bajo el agua. Lancé la línea con la carnada cuidadosamente preparada la noche anterior, confiando en los viejos trucos de pesca que el abuelo me había enseñado.

Pero las horas se deslizaron bajo esa luz grisácea y extraña sin la menor señal de vida acuática. Era insólito, totalmente anormal. Este lago siempre había sido generoso, regalándome alguna trucha o un pejerrey plateado. Hoy, un silencio inquietante reinaba bajo la superficie. Era como si los propios peces presintieran esa rareza en el aire, esa sensación de que el mundo natural estaba conteniendo el aliento, esperando algo.

Miré hacia arriba, intentando descifrar el color plomizo y opresivo del cielo. No era el gris oscuro de una tormenta inminente, sino un tono uniforme, sin textura, como si el propio aire estuviera teñido de un color desconocido y desolador. Una brisa suave agitó las hojas de los árboles de la orilla, produciendo un susurro quedo, casi un lamento, y la inquietud que sentía desde anoche se instaló en mi pecho con más fuerza. Una intuición gélida: la tranquilidad que buscaba en este lugar no se materializaría.

Pasé la mañana en esa tensa calma, esforzándome por concentrarme en la pesca, repitiendo los movimientos por pura costumbre, pero mi mirada volvía una y otra vez al cielo y a la extraña inactividad del lago. Una inquietud sorda vibraba en el ambiente, un zumbido apenas perceptible que sentía en mis huesos desde ayer, como la calma tensa que precede a un trueno lejano y terrible, aunque no había nubes amenazantes. Era una sensación visceral, la certeza de que algo grande, algo cataclísmico, estaba a punto de romper la monotonía del día y la quietud del lago.

Alrededor del mediodía, mientras recogía mi línea con creciente frustración, un brillo inusual, débil al principio, captó mi atención en el horizonte, justo por encima de las colinas. Al principio, lo confundí con un reflejo particularmente fuerte del sol en el lago, pero a medida que se intensificaba, una forma comenzó a definirse. No era el resplandor uniforme de un reflejo, sino múltiples puntos de luz brillante que parecían descender desde lo alto, pequeños al principio, como estrellas fugaces viajando en sentido contrario a la lógica.

Me levanté de golpe en el bote, casi volcándolo, el corazón latiéndome con fuerza desbocada en el pecho. No era uno. Eran varios puntos, moviéndose con una velocidad sorprendente, aumentando de tamaño a cada segundo. A medida que se acercaban, pude distinguir esferas de una energía blanca y cegadora, dejando tras de sí una estela luminosa, no de fuego, sino de pura luz, como la cola de un cometa hecho de energía.

Y entonces, al entrar en contacto con las capas más densas de la atmósfera, ocurrió algo que desafiaba toda lógica. Cada esfera pareció expandirse y transformarse en una forma ondulante e irreal, como gigantescas medusas de luz danzando por el cielo grisáceo. Los bordes brillaban con una intensidad deslumbrante, quemando la retina, pero sus centros pulsaban con un color celeste brillante, esa energía desconocida que ahora no solo vibraba en el aire, sino que parecía cantar.

Por todo el horizonte, estas medusas luminosas se formaban y se desvanecían en un instante, iluminando el cielo con una belleza sobrecogedora y que helaba la sangre. Era como si el firmamento se hubiera convertido de repente en un escenario para una danza cósmica, una exhibición de poder incomprensible que nos hacía sentir diminutos e insignificantes. Y desde el núcleo celeste, palpitante, de cada medusa efímera, una especie de semilla de luz, más pequeña pero increíblemente densa, se desprendía, cayendo hacia la tierra con una velocidad alarmante.

Estaba petrificado en mi pequeño bote, la mano aún aferrada al remo, observando este espectáculo aterrador y fascinante con una mezcla de asombro, confusión y un miedo primario que me paralizaba. No entendía lo que estaba viendo. ¿Qué eran esas luces? ¿De dónde venían? El silencio del lago se había roto por completo, reemplazado por ese zumbido sordo y ahora más fuerte que parecía resonar en mis huesos y en el agua misma.

De repente, mi asombro se convirtió en puro terror. Una de esas esferas de luz celeste, separándose de una medusa que se había formado directamente sobre mi cabeza —una medusa que pareció mirarme por un instante con sus centros luminosos—, se precipitó hacia mí con una velocidad vertiginosa. Era demasiado rápida, no tuve tiempo de pensar, y mucho menos de reaccionar. Sentí un golpe seco y brutal en el pecho, no físico como un puñetazo, sino una fuerza invisible e incomprensible que me lanzó hacia atrás con una violencia inesperada, despidiéndome del asiento del bote. El aire se escapó de mis pulmones en un jadeo ahogado y un dolor agudo, que no venía de un golpe sino de una energía que me atravesaba, me recorrió todo el cuerpo como una descarga eléctrica.




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