Desperté con un latigazo de dolor punzante detrás de los ojos, como un martillo invisible golpeando sin parar. La tierra áspera arañaba mi espalda a través de la ropa mojada; el olor denso y húmedo de la orilla del lago llenaba mis fosas nasales. Mis párpados temblaban, pesados, luchando por enfocar el cielo que se cernía sobre mí, un azul deslavado ahora, extrañamente moteado de nubes blancas. El gris plomizo y opresivo de antes se había esfumado.
Me incorporé de un salto, un movimiento tan repentino y ligero que casi perdí el equilibrio. Me mareé por un instante, el mundo dio una vuelta extraña, pero el vértigo se disipó tan rápido como llegó, dejando solo una vibración inusual en mis huesos. Parpadeé, tratando de ubicarme. El paisaje familiar del lago y los árboles se presentaba ante mis ojos, pero algo estaba mal. El aire se sentía... diferente. Y los colores. Hojas amarillentas, rojizas, doradas moteaban las ramas de los árboles como si fuera pleno otoño, no principios de verano. Era una imagen hermosa, pero totalmente inexplicable, una temporada adelantada de forma violenta. Mi bicicleta estaba tirada cerca, aprisionada por una enredadera oscura, de hojas lustrosas y desconocidas que parecían tentáculos. Sus ruedas estaban flácidas, rendidas al aire escapado.
Una corriente eléctrica, no dolorosa sino viva, recorría mi cuerpo, una vibración palpable de energía pura bajo mi piel mojada y fría. Me sentía liviano, casi ingrávido, como si mis músculos no fueran solo carne y hueso, sino fibra de carbono tensada al máximo, lista para entrar en acción. El peso habitual de mi cuerpo, el cansancio de la bicicleta... todo había desaparecido. Busqué mi celular en el bolsillo con un movimiento instintivo, pura costumbre moderna, solo para encontrar una pantalla hecha añicos y el frío húmedo de la muerte tecnológica. Aislamiento total. Genial.
Pero la verdadera sorpresa, el asombro que borró la confusión inicial y me hizo olvidar el teléfono roto, comenzó con los sonidos. El trino distante de un pájaro, normalmente un suave sonido de fondo, explotó en mis oídos con una claridad cristalina e insoportable, como si el pájaro estuviera posado a centímetros de mi tímpano. El susurro del viento entre las hojas otoñales, el suave chapoteo del agua contra la orilla, el zumbido de los insectos diminutos... cada sonido llegaba amplificado, detallado, separado de los demás, como si mis tímpanos se hubieran transformado en sofisticados micrófonos de alta fidelidad. Los olores también eran un asalto: la tierra húmeda, las agujas de pino, el lejano aroma dulce de unas flores silvestres... todo separado, intenso, abrumador hasta doler. Era demasiado.
Una necesidad imperiosa, un impulso primario de probar estos nuevos límites, esta extraña vitalidad que inundaba mi cuerpo, me invadió. ¿Era real? ¿Me había vuelto loco? Tenía que saberlo. Agarré una roca del tamaño de un melón que estaba cerca de mi mano. Una mole que antes habría requerido todo mi esfuerzo. Ahora, la sostuve con una sola mano, con una facilidad insultante. Sentí el peso, sí, pero mi brazo no tembló.
Con un grito ahogado de sorpresa y una mezcla de miedo y excitación, lancé la roca al lago. Salió disparada como un proyectil, silbando en el aire antes de dejar un cráter de agua en su impacto a decenas de metros de distancia. La fuerza desatada fue tal que me quedé boquiabierto; mi propio brazo se sentía como un arma.
La incredulidad se transformó rápidamente en una euforia salvaje, en una risa nerviosa que no podía controlar. Me puse de pie, sintiendo la ligereza de mi cuerpo como una liberación absoluta. Quería moverme. Corrí. No troté, no caminé rápido. Corrí por la orilla a una velocidad vertiginosa, mis pies apenas rozando el suelo embarrado, dejando atrás una estela de polvo y hojas agitadas. Era como si el suelo me repeliera. Vi un tronco grueso y caído en mi camino, algo que antes tendría que rodear. Pero el impulso me hizo saltar. Me elevé en el aire como si tuviera resortes en los pies, planeando durante una fracción de segundo, viendo el mundo desde arriba, antes de aterrizar con una suavidad felina al otro lado. La gravedad parecía, literalmente, una sugerencia, no una ley inquebrantable.
Una risa maníaca escapó de mis labios. Quería más, quería explorar esta nueva realidad aterradora y emocionante. Tomé una roca aún mayor, un bloque grande de granito, algo que ni entre dos personas normales moverían. Su peso antes prohibitivo era ahora insignificante en mis manos. Mis músculos se tensaron sin esfuerzo aparente, la energía vibrando no solo bajo mi piel, sino fluyendo por mis venas como lava líquida. La lancé con un rugido inarticulado, una exclamación de pura adrenalina y poder, viendo cómo surcaba el aire a una velocidad asombrosa, golpeando la superficie del lago con una explosión que levantó una columna de agua de varios metros de altura, como si hubiera caído una bomba.
Mis ojos se abrieron desmesuradamente, la incredulidad aún luchaba contra la certeza absoluta de lo que estaba experimentando. Repetí el experimento con árboles más pequeños, troncos robustos que yo podía agarrar. Tiré de uno y se partió con un chasquido seco. Empujé otro y se dobló y rompió con la facilidad con la que un niño quiebra una ramita seca. La fuerza que ahora residía en mí era monstruosa, sobrehumana, algo que solo existía en los cómics o en las leyendas.
Una mezcla embriagadora de euforia, asombro y profunda confusión me invadió. ¿Qué demonios me había ocurrido? Las imágenes fugaces de las luces cayendo del cielo, el impacto brutal y extraño en mi pecho, la caída al agua helada... todo comenzaba a ensamblarse en mi mente como una pesadilla fantástica que, de alguna manera, se había vuelto real. Algo había cambiado en mí, algo fundamental en mi biología, en mi propio ser.
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Editado: 02.06.2025