Impulsado por una alegría salvaje, pura adrenalina y una energía desbordante que no creía posible en un cuerpo humano, emprendí el camino de vuelta a casa. Cada zancada no era un paso, sino un salto, una explosión de potencia que me elevaba metros en el aire con una facilidad que se burlaba de la gravedad. Corría a una velocidad que habría dejado atrás al tren más rápido, el mundo un borrón de colores a mi alrededor, el viento azotando mi rostro mientras el paisaje se difuminaba en una acuarela. Los ríos y arroyos, antes obstáculos en bicicleta, ahora eran simples charcos que saltaba con un impulso despreocupado, cayendo al otro lado con la suavidad de una pluma.
Experimentaba con mis nuevas habilidades con una euforia casi infantil, como si hubiera descubierto el mejor juguete del mundo. Trepaba árboles centenarios en segundos, mis manos y pies encontrando agarres invisibles en la corteza, sintiendo la fuerza bruta y latente en mis músculos tensos. Lanzaba rocas enormes hacia el cielo, moles de granito del tamaño de un balón de fútbol, observándolas perderse de vista en el azul antes de caer con un estruendo lejano. El mundo a mi alrededor parecía vibrar con mi propia excitación, un patio de juegos esperando a ser explorado con mis nuevas reglas.
Pero a medida que me acercaba a los límites de nuestra granja, la extraña sensación otoñal que ya había notado en el lago y en el camino se hizo aún más pronunciada, más... incorrecta. Los campos, que recordaba verdes y llenos de la vida exuberante del verano, ahora presentaban un mosaico enfermizo de tonos amarillos, naranjas oxidados y marrones pálidos. Los árboles, antes vestidos con el follaje denso del verano, parecían haber sido tocados por la varita espectral de un otoño acelerado y cruel, sus hojas secas crujiendo ruidosamente bajo mis pies con un sonido que no pertenecía a esa época del año. El aire, aunque fresco, tenía un dejo de sequedad, un presagio inquietante.
El camino familiar que serpenteaba a través de los campos, ese sendero que había recorrido miles de veces, se acortaba a cada instante bajo mi velocidad sobrehumana. El recorrido que antes me tomaba horas de esfuerzo en bicicleta, ahora se reducía a meros minutos, a una serie de saltos gigantes. La imagen de nuestra casa, con su techo rojo familiar y las ventanas iluminadas por el sol de la tarde, era mi faro, mi ancla en este mundo que parecía haber cambiado radicalmente mientras yo yacía inconsciente a orillas del lago. La urgencia por ver a mamá y papá, por contarles (aunque no supiera cómo) lo que me había pasado, me impulsaba aún más rápido.
Sin embargo, a medida que la distancia se acortaba a zancadas imposibles, una sombra comenzó a oscurecer mi euforia. Algo no encajaba. La silueta de nuestra casa, cada vez más grande en mi visión, parecía... diferente. Deformada. No podía precisar qué era exactamente, pero una punzada de inquietud, fría y aguda, se abrió paso entre mi excitación. Las líneas que recordaba nítidas, seguras, familiares, ahora parecían borrosas, quebradas, como si la propia estructura estuviera colapsando.
Aceleré el paso, o más bien, el salto gigante, sintiendo una creciente ansiedad carcomer mi alegría. La velocidad con la que me movía hacía que los detalles fueran difíciles de discernir hasta el último momento. El olor a tierra y hojas secas, ese aroma familiar de la granja, se mezclaba con un aroma acre, metálico y desconocido que me hizo fruncir el ceño y sentir un escalofrío. ¿A qué olía eso? ¿A quemado?
Y entonces, al doblar la última curva del camino, la verdad me golpeó con la fuerza brutal de un impacto invisible, mucho peor que el del lago. El aliento se atascó en mi garganta, mis pulmones se negaron a funcionar. Mi carrera se detuvo en seco, mis pies clavados en la tierra como si raíces invisibles me sujetaran.
En el lugar donde debería haber estado la casa acogedora de techo rojo, el corazón de nuestra familia, solo quedaba una masa informe de escombros humeantes. Muros derrumbados como castillos de arena derribados por una ola gigante, vigas rotas y astilladas apuntando al cielo extraño como dedos acusadores, tejas esparcidas por el suelo como hojas muertas. El hogar que conocía, el lugar donde resonaban las risas de Kenji, las canciones suaves de mamá mientras cocinaba y las historias tranquilas de papá... ahora era una ruina silenciosa, un esqueleto carbonizado y desolado contra el cielo otoñal prematuro, un monumento a una destrucción que no podía comprender.
Un silencio ensordecedor reemplazó el zumbido del viento en mis oídos, un silencio que gritaba más fuerte que cualquier sonido. Mis ojos recorrían los restos destrozados, cada fragmento, cada sombra, buscando desesperadamente alguna señal familiar, un color, una forma intacta que me dijera que esto no era real. Pero la verdad era ineludible, brutal, grabada en cada fragmento roto de ladrillo ennegrecido, en cada trozo de madera carbonizada, en el olor a ceniza y pérdida.
La alegría desenfrenada de mis nuevos poderes se desvaneció por completo, como si nunca hubiera existido, dejando en su lugar un vacío helado, un miedo paralizante y una desesperación sorda que me atenazaban el pecho con garras invisibles. ¿Qué había pasado aquí? ¿Qué fuerza inimaginable había reducido mi mundo a este montón de escombros sin vida? ¿Dónde estaban ellos? ¿Dónde estaba mi familia? La respuesta tácita que gritaban las ruinas era un silencio aún más aterrador que confirmaba mis peores miedos. El hogar que conocía, la vida que tenía... todo había desaparecido mientras yo estaba... ¿dónde?
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Editado: 02.06.2025