En el pueblo de Liria, la lluvia no caía: descendía.
Como si el cielo se quebrara por voluntad propia, como si algo —o alguien— lo empujara desde dentro.
Las tormentas eran distintas allí. No empezaban con brisa, ni con un cielo que se oscurece poco a poco. No. En Liria, el primer aviso era siempre un trueno seco, limpio, que rasgaba la tarde como una palabra final.
Y entonces, ella subía al campanario.
El campanario estaba en lo alto de la colina más vieja del pueblo. No tenía campana. La había perdido hacía décadas, cuando un rayo la partió en dos y la hizo caer como una lágrima oxidada. Desde entonces, solo quedaban los muros de piedra, las ventanas sin cristal, y la escalera en espiral que llevaba hasta el hueco vacío donde antes sonaba el tiempo.
Ella lo subía cada vez que el trueno abría el cielo.
La gente del pueblo decía que estaba loca. Algunos la llamaban la bruja del rayo, otros simplemente la que espera. Pero la mayoría usaba un nombre que decía más de ellos que de ella: la novia del relámpago.
No sabían su nombre real. Solo que era joven, que vivía sola en una casa con techo de hojalata, y que nunca se la había visto llorar.
La leyenda era vieja. Nadie recordaba quién la contó por primera vez.
Decía que, si alguien esperaba en el campanario durante una tormenta completa, sin bajar la vista, sin moverse, sin pestañear siquiera… el rayo traería consigo a su prometido.
No un amante cualquiera. Un prometido.
La palabra tenía peso: compromiso, destino, espera.
Pero los antiguos también advertían que quien llega del cielo no es como los que caminan por la tierra. Y que aceptar su amor significaba renunciar a todo lo demás.
Nadie lo creía ya.
Excepto ella.
No tenía fecha ni nombre escrito en ninguna iglesia. Nadie la recordaba de niña. Algunos decían que llegó una noche de lluvia, descalza, con un vestido roto y un anillo colgado al cuello. Otros juraban que nació allí, pero que su madre desapareció cuando ella era pequeña. Nadie estaba seguro.
Lo que todos sabían es que la tormenta era su oración. Y que, cuando el trueno sonaba, ella subía.
Aquel día, el trueno llegó al caer la tarde.
Era verano, pero el aire estaba denso como antes de una nevada. Las aves habían huido sin graznar, y las nubes parecían no moverse, atrapadas en un cielo que no sabía si partirse o contenerse.
Ella se levantó de su silla junto a la ventana. Cerró el libro que no había estado leyendo. Caminó hasta el perchero y tomó su capa color hueso. La sacudió con suavidad, como quien despierta algo dormido.
Colgando de una cinta negra, el anillo descansaba sobre su pecho. Era sencillo: plata ennegrecida, con una piedra opaca en el centro. No tenía inscripción. No brillaba. Pero cada vez que el trueno sonaba, parecía entibiarse.
Salió sin cerrar la puerta.
El camino a la colina era de piedra vieja y pasto alto. No había luces, ni postes, ni más compañía que el murmullo del viento anunciando lo inevitable. La lluvia aún no había empezado, pero ya se olía. No como agua, sino como hierro. Como electricidad antes del roce.
Subió los escalones del campanario sin mirar atrás. Cada peldaño la conocía. Cada muro agrietado guardaba su sombra. Llevaba años haciendo ese recorrido.
Al llegar arriba, se sentó junto al hueco abierto del muro norte, donde el rayo había caído por última vez. Desde allí se veía el valle entero, el río oscuro, los tejados dormidos, la curva del mundo.
Y esperó.
El primer relámpago no cayó, sino que descendió.
Lento.
Como una seda encendida.
No golpeó el suelo. Se deslizó, tocando los bordes del horizonte, marcando líneas invisibles entre el cielo y la tierra. Y entonces, el trueno llegó, tardío, como una respuesta que no quería darse.
Ella no se movió.
El viento la azotó, pero no alzó la mano. Sus ojos no parpadeaban. Miraban hacia el centro del cielo, donde la oscuridad giraba, formándose como un corazón enfermo.
El anillo ardía.
No con fuego. Sino con memoria.
Recordó lo que su madre le dijo una vez, muchos años atrás, cuando aún vivía —si es que alguna vez lo hizo—:
“Hay palabras que no deben decirse con voz. Hay promesas que no se hacen con los labios. Y hay nombres que solo el trueno puede traer.”
Entonces era niña, y no entendía. Ahora, tampoco entendía del todo. Pero aceptaba.
La promesa no necesitaba sentido. Solo constancia.
El segundo rayo sí cayó.
Partió un árbol al sur del río. La luz blanca se dobló contra las hojas, y por un momento todo pareció detenido, como un cuadro en negativo.
En ese instante, lo sintió.
Una presencia. Leve. Casi infantil. Como una respiración en la nuca, o una sombra que no tiene dueño.
No se giró.
Sabía que no debía moverse.
Pero sus labios se abrieron, apenas.
—Estoy aquí —susurró.
Y el viento se detuvo.
Durante largos minutos, el mundo fue un lugar suspendido.
La lluvia no llegaba. Los truenos callaban. El cielo miraba.
Ella esperó.
Podía sentir la piedra bajo sus piernas. El frío en los nudillos. El temblor en los huesos que ya no eran de una muchacha, sino de una promesa hecha carne.
Nadie más hubiera soportado tanto.
Nadie más quería hacerlo.
Pero ella no esperaba a un amante.
Esperaba al rayo.
Cuando finalmente cayó, no lo hizo sobre el bosque ni el río. Cayó… en el campanario.
No lo partió. No lo incendió.
Lo abrió.
Una grieta recorrió el muro como una línea escrita por una mano celeste. Un brillo azul-plateado se deslizó por las piedras, como tinta sobre un papiro olvidado.
La torre, por un segundo, pareció respirar.
Y entonces, lo escuchó.
Una campana.
Débil, lejana, imposible.
Pero clara.
El sonido no venía del aire. Venía de abajo. O de dentro.
Tal vez de su pecho.