El sonido que hizo la tela al rasgarse fue obsceno. Un desgarro seco y violento que resonó en el silencio del taller como un disparo. Bella se quedó inmóvil, con las tijeras de sastre aún en la mano, observando cómo el vestido de satén de seda, una creación en la que había invertido semanas, colgaba mutilado del maniquí.
—Un error, hermanita. Cualquiera puede cometerlo.
La voz de Isabella, melosa y afilada como un caramelo roto, se deslizó desde el umbral. Estaba apoyada en el marco de la puerta, con su cabello rubio perfectamente peinado y una sonrisa de falsa compasión en sus labios.
Bella no respondió. Sus ojos miel se clavaron en el corte. No era un error. Era un sabotaje. El corte era deliberado, preciso, justo en la costura principal, arruinando la caída de la prenda de forma irreparable. Era la tercera "desgracia" en una semana.
—Papá está muy preocupado —continuó Isabella, examinando sus uñas con aire despreocupado—. La colección de primavera es crucial para Vero, y últimamente pareces... distraída.
“Distraída”. La palabra era un insulto. Bella vivía y respiraba por la casa de moda Vero. Desde que el señor Lombardi la adoptó, había trabajado incansablemente para ganarse un lugar, no en su corazón, sino al menos en su imperio. Su talento la había catapultado a subdirectora, pero su condición de "adoptada" siempre la mantuvo como una pieza valiosa, nunca como una hija amada. Ese lugar siempre fue para Isabella.
—Arreglaré el vestido —dijo Bella, su voz un murmullo controlado.
—No creo que haya tiempo. La presentación es mañana. —Isabella se encogió de hombros, un gesto teatral de impotencia—. Qué lástima. Era tu pieza central, ¿no es así?
Isabella se acercó, su perfume caro invadiendo el espacio de Bella. Se inclinó hacia el oído de su hermana y susurró, su tono despojado de toda falsedad, revelando el veneno puro que había debajo.
—No importa cuánto te esfuerces, Bella. Siempre serás la niña que recogimos de la caridad. Este mundo, Vero... es mío por derecho de sangre. Y pronto, te quedarás sin nada.
Esa noche, la profecía de Isabella comenzó a cumplirse.
***
El despacho del señor Lombardi olía a cuero caro y a traición. La luz de la tarde se filtraba por los ventanales, dibujando largas sombras que parecían garras en la alfombra persa. Bella estaba de pie en el centro, sintiendo el peso de todas las miradas sobre ella. Su padre adoptivo, sentado detrás de su imponente escritorio de caoba. Isabella, a su lado, con una expresión de profunda tristeza que no llegaba a sus ojos azules y calculadores. Y el novio de Isabella, un hombre insípido cuyo nombre Bella nunca se molestaba en recordar, que asentía a cada palabra como un perro falder.
Sobre el escritorio, una carpeta abierta mostraba "pruebas": diseños filtrados a la competencia, órdenes de compra con errores garrafales, testimonios de empleados anónimos. Una montaña de mentiras construida con una paciencia diabólica.
—No puedo creer que nos hayas hecho esto, Bella —la voz del señor Lombardi era grave, cargada de una decepción que la golpeó más que cualquier grito—. Después de todo lo que hemos hecho por ti.
—Padre, te juro que yo no...
—¡No me llames padre! —rugió él, golpeando la mesa. La vibración recorrió el suelo—. Has puesto en riesgo el legado de esta familia. Has traicionado mi confianza.
—¡Fue ella! —exclamó Bella, girándose hacia Isabella, la desesperación rompiendo su compostura—. ¡Ella ha estado saboteando mi trabajo durante meses!
Isabella soltó un sollozo ahogado, cubriéndose el rostro con las manos. —Bella, ¿por qué mientes así? Yo solo quería ayudarte... siempre te he admirado.
Era una actuación magistral. Bella sintió una náusea amarga subir por su garganta. Estaba atrapada en una telaraña tejida con sonrisas dulces y susurros venenosos. Miró al señor Lombardi, buscando un atisbo de la duda, una chispa del hombre que la había visto crecer. Solo encontró una frialdad de acero.
—Recoge tus cosas. Tienes una hora para desalojar tu oficina y tu apartamento. —La sentencia fue final—. El apartamento es propiedad de la empresa. Ya no trabajas aquí. Los guardias de seguridad se asegurarán de que no te lleves nada que no te pertenezca.
Su mundo se hizo añicos. La empresa a la que había dedicado su vida. El hogar que nunca lo fue realmente. Todo se desvaneció.
Salió del despacho sin derramar una lágrima, con la cabeza alta mientras las miradas de sus antiguos colegas, una mezcla de lástima y triunfo, la seguían por los pasillos. Recogió sus pocas pertenencias personales en una caja de cartón: un par de libros de diseño, un marco de fotos vacío y un pequeño cactus que le habían regalado en su primer día.
Cuando cruzó las puertas de cristal del imponente edificio de Vero por última vez, el sol de la tarde la cegó. El ruido de la ciudad la golpeó como una pared. Estaba en la calle, sola, con una caja en los brazos y el alma hecha cenizas. La promesa de Isabella se había cumplido. No tenía nada.
Pero en medio de esas cenizas, una brasa comenzó a arder. Una furia fría y lúcida. La venganza.
***
“El Diablo en la Barra“
La noche encontró a Bella en el tipo de lugar donde las almas rotas van a lamerse las heridas: un bar anónimo, escondido en un callejón, con las ventanas tan sucias que apenas dejaban pasar la luz de neón de la calle. El aire estaba cargado del olor a whisky barato, tabaco y promesas incumplidas.
Se sentó en la barra, empujando la caja de cartón bajo el taburete. Su cabello blanco, normalmente recogido en un moño impecable, caía suelto y desordenado sobre sus hombros. Su traje de diseñador, ahora arrugado, parecía fuera de lugar en aquel antro.
—Lo más fuerte que tengas —le dijo al barman, su voz ronca.
El hombre la miró sin interés y le sirvió un vaso con un líquido ambarino. Bella lo bebió de un trago, sintiendo el ardor quemar su garganta y extenderse por su pecho. El dolor físico era un alivio bienvenido al torbellino de humillación que sentía. Pidió otro. Y otro.
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Editado: 31.08.2025