La Odisea De Los Reyes: El Filo Roto

Capitulo 1º "la caída y desesperación"

El sol apenas rozaba la cima de los árboles cuando Kael y su madre Helena caminaban entre la maleza húmeda del bosque. El aire estaba cargado de la fragancia de flores silvestres y del musgo que cubría los troncos de los árboles. Rayos de luz dorada se filtraban entre las copas verdes, creando manchas de luz que danzaban sobre el suelo terroso. Los pájaros trinaban desde las alturas, mientras pequeñas criaturas se escabullían entre los arbustos, ajenas al paso de los humanos. Su canasta de mimbre colgaba a un costado, repleta de raíces y hojas medicinales.

—Hoy es un hermoso día, ¿verdad, cielo? —dijo ella con una sonrisa suave, acariciándole el cabello.

—Sí, pero... quisiera que papá estuviera acá —respondió el niño, sin levantar la vista del suelo.

La madre lo miró con ternura, con esa mezcla de comprensión y tristeza que solo una madre puede mostrar.

—Lo sé, querido… Pero papá tiene que cuidar a nuestros vecinos. Nosotros también ayudamos a recolectar estas medicinas, ¿ves? —dijo mientras recogía una hoja azulada de un arbusto.

—Sí, pero él siempre está cuidando… casi nunca juega conmigo —murmuró Kael, con una expresión de disgusto.

Helena se detuvo por un momento, le revolvió el cabello y le dio un beso en la frente.

—Él te ama, más de lo que imaginas. Y haría cualquier cosa por ti.

El canto de los pájaros llenaba el aire, y por un momento, todo parecía en paz.

Kael se agachó a recoger una flor azulada que su madre siempre usaba para hacer té cuando él se enfermaba.

—¿Esta sirve, mamá?

Ella miró y asintió con calidez.

—Claro que sí. Esa flor te salvó de la fiebre la última vez. ¿Recuerdas?

Kael sonrió. Pero en ese instante, una ráfaga de viento helado recorrió el bosque. Las hojas temblaron en sus ramas, y el murmullo natural se apagó como si la vida contuviera la respiración.

La madre se irguió lentamente, mirando alrededor.

—Eso fue extraño...

Un sonido rompió el aire. Un crujido seco, profundo. Luego, otro. Y otro más. Como si algo enorme estuviera aplastando el bosque a lo lejos.

—Kael, escóndete detrás de ese tronco —ordenó, sin alzar la voz pero con firmeza.

— ¿Qué pasa, mamá?

—Hazlo. Ahora.

Kael se ocultó a regañadientes, asomando apenas el rostro desde detrás del tronco.

El ruido venía de todas partes, sin un origen claro. Todo parecía detenido, como si el mundo contuviera el aliento, pero el sonido seguía ahí… vibrando en el aire. Era peligro, un peligro tan urgente que los instintos más profundos de Helena despertaron con una sola misión: proteger a Kael, su único y amado hijo.

De pronto, silencio absoluto.

El crujido de las pisadas cesó. Ya no se oía nada, solo la tensión en el aire, espesa, irrespirable.

Helena apretó los labios. Solo pensaba en su hijo. No permitiría que “eso”, fuera lo que fuera, pusiera fin a su vida.

Entonces, un grito desgarrador estalló a lo lejos, a unos doscientos metros al norte, donde se encontraba la aldea.

Le siguió un coro de alaridos desesperados. El clamor de personas huyendo, suplicando, cayendo. La piel de Helena se erizó. No sabía qué hacer. Confiaba en que su esposo pudiera proteger a la aldea... pero ¿quién los protegería a ella y a Kael?

Con mano temblorosa, sacó un pequeño cuchillo del cesto —el que usaba para cortar hojas y raíces—, y comenzó a retroceder sin apartar la vista del lugar donde, por última vez, había escuchado las pisadas.

—Cuando yo diga, corre hacia el sur, Kael —susurró, sin mirar atrás.

Apenas ella termino de hablar no paso ni un segundo que un hocico gigante paso atreves de los arboles. Un lobo gigantesco, de pelaje gris oscuro como la ceniza, ojos carmesíes brillando con odio y garras como cuchillas de obsidiana, Los arboles parecían ramas pequeñas a comparación. Helena se quedo congelada solo un segundo, mirando esos ojos penetrante que miraban su alma frágil.

—¡¡Corre! —gritó Helena, con el aliento del alma, dándolo todo en ese último momento.

Con mano firme, empuñó el pequeño cuchillo, levantándolo frente a ella, decidida a enfrentar al enorme lobo.

Kael salió corriendo como su madre le había dicho, el corazón le golpeaba el pecho como un tambor, sin atreverse a mirar atrás. Corrió con toda la velocidad que podía alcanzar un niño de diez años, los pies golpeando la tierra húmeda.

Mientras tanto, Helena se mantuvo firme, clavando la mirada en los ojos ardientes de la bestia.

El monstruo comenzó a avanzar lentamente hacia ella, y Helena retrocedía con pasos medidos, imitando su ritmo, esperando el momento justo para atacar… o morir intentándolo.

Un destello pasó por su lado, algo oscuro pasó junto a ella a una velocidad tan extrema que solo alcanzó a ver una sombra difusa. Giró la cabeza apenas a tiempo para distinguir la silueta de otro lobo, más pequeño, más ágil, que se lanzaba en dirección contraria, directamente hacia la ruta de huida de Kael.

Su corazón se paralizó.

Volvió la vista hacia el monstruo frente a ella… pero ya era tarde. Una enorme mandíbula se cernía sobre su rostro. Supo, con la certeza helada de la muerte, que no podría hacer nada más. No podría proteger a su hijo.

El hocico se cerró…

Pero su cuerpo, impulsado por puro instinto, se desplomó hacia atrás. Cayó pesadamente sobre la espalda, golpeándose la cabeza contra el suelo. En la caída, su brazo rozó el cesto de mimbre, y el cordel se rompió. La canasta salió disparada hacia adelante, describiendo un arco en el aire… y, por un milagro, se incrustó justo en la garganta del lobo.

El monstruo se atragantó de inmediato. Se detuvo en seco, sacudiendo la cabeza, tosiendo con fuerza. El cesto se había quedado atascado. Con desesperación, comenzó a dar saltos, embistiéndose contra los árboles, intentando arrancarse el objeto que le obstruía la garganta.

Helena abrió los ojos, jadeando. Había ganado apenas unos segundos.



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En el texto hay: accion, magia, muerte

Editado: 21.05.2025

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