La Odisea De Los Reyes: El Filo Roto

Capitulo 2º “sangre en el árbol sagrado”

Las olas se movían con delicadeza, besando la orilla con un ritmo casi hipnótico. El viento era suave, apenas suficiente para agitar las hojas de las palmeras cercanas. El sol se alzaba en lo alto, marcando el mediodía con una luz dorada que bañaba la costa.

Del agua emergía lentamente un pequeño cuerpo: Kael, tendido sobre la arena, inconsciente pero respirando. Estaba muy lejos de su aldea.

No se movía. Su cuerpo estaba inmóvil, pero dentro de él se libraba una batalla. La imagen de su madre lanzándolo al vacío, el rugido de los lobos, los gritos de su pueblo, todo se repetía sin descanso en su mente. Su corazón aún latía con fuerza, como si no supiera que todo había terminado.

Tenía solo diez años… y acababa de perderlo todo.

Nunca había oído hablar de monstruos tan grandes y temibles en esas tierras. Su padre siempre decía que eligió fundar el pueblo en ese lugar porque estaba alejado de todo mal posible.

Pero ahora sabía que el mal podía encontrarlo incluso en los rincones más tranquilos del mundo.

Cuando despertó, se dio cuenta de que todo había sido real.

No era un sueño.

Las imágenes seguían ahí, grabadas en su mente con fuego. El lobo, el precipicio, la caída... y su madre desapareciendo entre los árboles.

Kael comenzó a llorar. Primero en silencio, con el cuerpo temblando. Luego a gritos, a cántaros, como si el mar pudiera llevarse su dolor con cada sollozo.

Quería a su mamá. Quería estar en sus brazos. Decirle que la amaba, que no quería que muriera.

Pero ya no podía.

Ella ya no estaba.

Y aunque lo sabía, su corazón se negaba a aceptarlo.

Quería correr hasta su padre y golpearlo, gritarle. ¿Dónde estabas? ¿Por qué no viniste? ¿Por qué estabas con todos… menos con nosotros?

El mundo le había quitado a su madre. Y su padre, que debía protegerlos, no estuvo ahí.

Kael lloró durante horas, hasta que el sol comenzó a esconderse en el horizonte, tiñendo el cielo de naranja y rojo.

El mundo parecía tan quieto como él.

Con el cuerpo entumecido y la garganta reseca, se dio cuenta de que, incluso con el dolor que lo desgarraba, no podía quedarse ahí. Tenía que moverse. Encontrar calor. Secarse. Escapar del frío que se le había metido en los huesos.

Caminó por la playa vacía, arrastrando los pies sobre la arena húmeda. Miraba hacia lo alto del acantilado, hacia donde comenzaba el bosque. Esperaba ver a su madre aparecer entre los árboles y gritar su nombre. Pero nadie vino.

El silencio era roto solo por las gaviotas en vuelo y el crujido de cangrejos corriendo a su alrededor.

Cada paso era un suplicio. Los músculos le dolían, los pies lastimados apenas le respondían.

Cuando por fin abandonó la playa, entendió lo que venía: aún le quedaba un largo camino hasta llegar a la aldea.

Y no sabía si estaba preparado para lo que iba a encontrar.

Tras caminar unos metros, Kael divisó a lo lejos una estela de humo gris que se alzaba hacia el cielo. Venía justo desde donde estaba su hogar.

Sintió una punzada de enojo.

En su aldea, cada noche el pueblo se reunía en el centro para compartir la cena. Era una costumbre sagrada, una que su padre respetaba como símbolo de unidad. ¿Cómo podían estar todos comiendo mientras él y su madre estaban solos en el bosque? ¿Cómo podían simplemente… olvidarlos?

La rabia y la tristeza lo empujaron hacia adelante. Ya no caminaba solo para regresar: caminaba para gritarles a todos. Para reprocharles por haber dejado morir a su madre.

Caminó durante horas, arrastrando los pies. No quería levantar la cabeza. El cansancio le pesaba como una losa, pero no se permitiría caer. No ahora.

Cuando el olor a humo se volvió más intenso, levantó finalmente la mirada… y su mundo se quebró por segunda vez.

La aldea estaba ardiendo.

Casas consumidas por el fuego. Cuerpos esparcidos por el suelo. Lobos gigantes decapitados yacían entre las ruinas. No quedaba nadie vivo.

La adrenalina le tomó el cuerpo. Corrió, ignorando el dolor, ignorando el cansancio. Su casa estaba cerca del centro, junto al gran árbol que simbolizaba la protección del pueblo. Tenía que llegar. Tenía que ver a su padre.

Cuando empujó la puerta de su hogar, la encontró vacía.

—¡Papá! —gritó Kael con todas sus fuerzas.

Nadie respondió.

Buscó por toda la casa. El segundo piso había sido consumido por las llamas, y la torre de vigilancia se había derrumbado. No había señales de su padre.

Entonces, algo en su pecho le dijo a dónde mirar.

Fue hacia la puerta trasera que daba al patio. La abrió.

Una delgada estela de sangre cruzaba el suelo.

Kael se quedó inmóvil. El miedo le heló la espalda.

No quería seguir esa pista. No quería que lo que pensaba… fuera cierto.

Pero lo hizo.

Paso a paso, siguió el rastro hasta el pie del gran árbol. Extrañamente, ahí se detenía. No había más manchas alrededor. Nada.

Se acercó al tronco, confundido, cuando algo húmedo le cayó sobre la cabeza.

Se llevó la mano a la frente. Era sangre.

Alarmado, se palpó, creyendo estar herido, pero no sentía dolor.

Entonces, otra gota.

Kael levantó la mirada.

Primero vio unas zapatillas de fibra vegetal…

Luego, un cuerpo.

Retrocedió, paralizado.

Allí, colgado del árbol sagrado, estaba su padre.

Su cuerpo atravesado por sus dos espadas: una grande, otra pequeña.

Aún goteaba sangre.

Kael no supo qué hacer.

Todo lo que había vivido se amontonaba en su mente como un torbellino: la caída, la mirada de su madre, el rugido de los lobos, las muertes, el humo, el fuego…

Y ahora, su padre.

El último pilar que le quedaba, también había caído.

Permaneció quieto unos segundos. Paralizado. Roto.

Entonces, su cuerpo reaccionó.

El grito de Kael rompió el silencio. Gritó hasta que su garganta no dio más.

Lloró.



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En el texto hay: accion, magia, muerte

Editado: 21.05.2025

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