El amanecer encontró a Kael enrollado sobre sí mismo en el cobertizo de herramientas, donde el olor a hierro oxidado y madera vieja se mezclaba con el aroma húmedo de la lluvia recién cesada. Afuera, gotas persistentes caían de las hojas como lágrimas tardías. Se incorporó con un gemido, sintiendo cada moretón y rasguño de su cuerpo como un recordatorio de que seguía vivo.
—Al menos esta noche no soñé con ellos— pensó, aunque sabía que los recuerdos lo esperaban apenas cerrara los ojos de nuevo.
Se inclinó hacia el saco que había preparado. En su interior llevaba la ropa de su padre, cuidadosamente doblada, y las dos espadas que le pertenecieron: una larga y otra más corta.
La hoja más larga no reflejaba la luz como el metal debería. En cambio, la absorbía, como si estuviera tallada en el cielo nocturno. Al girarla, finas líneas azuladas brillaban brevemente bajo la superficie, formando patrones que recordaban constelaciones. La empuñadura, negra como el carbón, mostraba un dragón cuyo cuerpo serpenteante parecía moverse cuando Kael cambiaba el ángulo de visión.
Pero fue al juntar ambas armas que el verdadero misterio se reveló. Los filos encajaban perfectamente, las líneas azules continuaban de una hoja a otra sin interrupción. No eran dos armas, sino una sola partida en dos.
—¿Qué clase de hombre eras, padre?— susurró, pasando un dedo por la grieta perfecta que dividía lo que alguna vez fue una espada completa. Pero lo más extraño era la espada pequeña.
Cuando volvió en sí, colocó ambas espadas en sus fundas. La grande, a la espalda. La corta, en la cadera.
Luego revisó el contenido del saco: llevaba comida seca para una semana —carne de vaca curada y pescado ahumado—, además de dos odres llenos de agua.
Estaba listo.
Casi.
Antes de partir, Kael sabía que aún debía hacer una última cosa.
Volvería al bosque… para encontrar a su madre.
Y darle el entierro que merecía.
Kael llegó al lugar donde él y su madre habían estado recolectando hierbas.
El bosque olía a muerte y ceniza. Donde antes había un sendero de hierbas aromáticas y flores silvestres, ahora solo quedaban surcos profundos marcados por garras monstruosas.
A un lado, entre los arbustos, distinguió lo que quedaba de la cesta de su madre. Solo algunos fragmentos de madera se mantenían en pie.
Siguió caminando, recordando con cada paso el terror que había sentido. El rugido de las bestias. El grito de su madre. El precipicio. La caída. Todo.
—Ojalá nunca hubiera pasado —susurró.
—Ojalá esas bestias jamás hubieran llegado…
El sendero que los lobos habían abierto seguía visible: un corredor de árboles destrozados y ramas arrancadas.
Cuando llegó al borde del acantilado, vio una gran mancha de sangre seca en la roca.
Ya no había cuerpo.
Su madre… ya no estaba allí.
—Creo que el lobo la devoró… —dijo en voz baja, mientras una lágrima caía por su mejilla derecha.
Se la limpió con el dorso de la mano. Respiró hondo.
Tenía que hacer lo que había venido a hacer.
Caminó hasta un árbol caído y, con el cuchillo corto —la espada pequeña de su padre—, cortó una sección del tronco.
El filo atravesó la madera como si fuera manteca. No hubo resistencia.
Kael se detuvo por un momento, sorprendido. Su padre había dicho que esas armas eran peligrosas en manos inexpertas… y ahora lo entendía.
Con cuidado, comenzó a pelar el trozo de madera. Le dio forma, puliéndolo hasta que pareció una lápida rústica.
Tomó el cuchillo nuevamente y talló sobre ella:
“Helena, la mujer más bella del mundo.”
Se arrodilló ante la lápida improvisada. Posó la mano sobre ella.
—Te extraño, mamá… Nunca te olvidaré. Haré todo lo posible por convertirme en un gran hombre, para que te sientas orgullosa en el más allá —dijo, con la voz entrecortada por el llanto.
Derramó una última lágrima.
Luego, con un pequeño corte en su pulgar, dejó caer unas gotas de sangre sobre la madera, como promesa.
Una despedida.
Un vínculo eterno.
Tras alejarse del lugar, Kael notó algo inesperado: un rastro de sangre que se extendía más allá del acantilado.
¿Cómo era posible?
Él había visto una gran mancha donde creyó que su madre había muerto… pero ahora, ese camino sugería otra cosa. ¿Alguien —o algo— había sobrevivido?
Comenzó a pensar en el lobo.
Ese no era como los demás. Era más grande, el doble del que lo persiguió en el bosque… incluso más imponente que los que atacaron el pueblo.
¿Había sobrevivido?
¿Se había arrastrado lejos?
—Si ese lobo sigue vivo… tengo que encontrarlo. Tengo que vengar a mi madre —dijo Kael, cerrando los puños con rabia contenida.
Siguió el camino de sangre por varios minutos, pero no encontró nada. Al salir del bosque, las manchas simplemente desaparecían. El rastro se diluía en la hierba, como si el mundo mismo hubiera querido borrar su huella.
Kael se detuvo.
Por un lado, sentía decepción. No podría enfrentarlo. Pero también sintió alivio… porque, en el fondo, sabía que aún no estaba preparado. Ni siquiera con esas armas.
El sol estaba en lo alto, marcando el mediodía.
Y así, comenzó su viaje.
Caminó hacia el norte, sin un objetivo claro. Solo con la intención de encontrar un nuevo lugar donde vivir… o al menos, sobrevivir.
Kael avanzaba sin prisa. Sus pies, por fin, no le dolían gracias a los zapatos que había encontrado en una de las casas. Le calzaban bien. Pero su ropa estaba rota y sucia. No había encontrado nada más que ponerse… y la ropa de su padre aún le quedaba enorme.
El paisaje se abrió frente a él.
Todo era campo. Una extensión infinita de hierba verde que le llegaba hasta la cintura, salpicada de flores rojas, amarillas y celestes. No había montañas, ni casas, ni caminos. Solo naturaleza viva… e inmensa.
Y por primera vez en mucho tiempo, Kael se sintió tranquilo.
Editado: 02.06.2025