La Orden de las Sombras: Mentiras

UNO

 

 

UNO

 

El olor a desinfectante entró por mis fosas nasales, pero no pude abrir los ojos, sentía el cuerpo rígido y los párpados pesados. Intenté abrirlos, pero no pude, quise separar mis labios para poder hablar, pero parecían estar sellados. Pensé que tal vez estaba teniendo una parálisis del sueño, nunca las había tenido, pero Mike sí y muchas veces me dijo que era como perder por completo el dominio de tu cuerpo y que lo mejor que podía hacer era dejarlo acabar. Así que seguí esperando que se detuviera.

El olor a desinfectante volvió a colarse por mis fosas, en realidad era olor a hospital, olor a muerte limpia. Quería quejarme, pero no podía. Odiaba ese olor, me recordaba a las noches que pase junto a mi abuela, en sus últimos días. Fue hace apenas un año y su partida todavía me dolía, su ausencia pesaba. Muchas veces pensé que Sarah y yo éramos las únicas que lo sentimos así. Mis padres siguieron como si nada hubiera pasado, eso sí, no perdieron tiempo en vender la casa en la playa, esa que tanto les rogué que conservaran, y en liquidar las pocas cosas que la abuela había dejado.

Bea siempre dijo que era demasiado dramática, ella tampoco tenía abuelos y eso no la volvía loca. No me enojaba, nosotras éramos completamente diferentes. De parte de mi padre no hay familia, él llegó de Londres para estudiar en la universidad dejando a su padre al otro lado del océano, tiempo después murió por un ataque al corazón y solo quedó él portando el apellido Martin. Apenas hablaba de él, por algún motivo era un tema sensible o tal vez tenía que ver con que mi padre era tan inaccesible, al menos con nosotras, porque al parecer Samuel Martin era el hombre más accesible y amable para todos los demás.

 Mi abuela, en realidad era la tía de mamá, cuando mis verdaderos abuelos murieron sus tíos la acogieron. Carmen e Ilario eran de clase media trabajadora algo que, a mi madre, la reina de las apariencias, le daba demasiada vergüenza. Carmen era una mujer regordeta de cabello cano y con una sonrisa amable, me dejaba llamarla abuela y siempre que mis padres tenían que salir ella conducía su destartalado Seat 600 para cuidarnos horas, días y hasta semanas. Primero murió el abuelo Ilario y se llevó muchas de mis alegrías, siempre podía ver el amor reflejado en sus ojos color avellana, pero cuando la abuela Carmen se fue sentí que arrancaban una parte de mi corazón. Ella era la única parte de mi familia que se sentía normal, que se sentía como yo creía que debía ser una familia; acogedor y con olor a galleta recién horneada. Así era la abuela Carmen.

―Mamá, está llorando…― Escuché el susurro de una voz familiar y me obligué a abrir los ojos.

Mi visión nublada se fue aclarando y me encontré con el rostro, ojeroso, de mi hermana. Sarah estaba desarreglada, no llevaba una sola gota de maquillaje y su cabello, normalmente dorado y sedoso, estaba atado en una maraña horrible sobre su cabeza. No pude evitar sonreír ante su imagen, no recuerdo haberla visto tan desarreglada en mi vida.

Intenté abrir la boca, se me había ocurrido algo genial para decir, pero mi garganta se sentía como un cenicero cargado de colillas y restos de cenizas. Señaló mi boca con la mano y veo el catéter que tenía incrustado en mi brazo derecho. Entonces, apareció mi madre con un vaso y una bombilla. Anaís estaba perfecta, como de costumbre. Su cabello dorado casi parecía pintado, aunque esta vez no había maquillaje en su rostro, también se la veía cansada y triste.

―Bebe ― susurró con una sonrisa.

Lo hice con un poco de dificultad.

―Te ves horrible…― dije volviendo a mirar a mi hermana, cuando hidraté mi garganta, aunque mi voz seguía sonando de ultratumba.

Sarah levantó las comisuras de sus labios, no sin antes poner los ojos en blanco, y sujetar mi mano. Me extraño que no se enojara, que no gritara o me respondiera. Nuestra relación no era la mejor, éramos hermanas, pero no nos caracterizábamos por ser unidas o cariñosas. Nuestra relación se basaba en que yo la molestara y que ella se quejara por no tener una hermana un poco más normal.

―¿Qué pasó? ― pregunté intentando incorporarme en la cama producto de la repentina incomodidad, pero un dolor insoportable en el brazo y en la pierna me paralizó provocando que emitiera un alarido intenso.

―¡Quieta! ― Sarah empujó suavemente mi hombro haciendo que me recostara.

―¿Qué es?

 Intenté quitarme las sábanas con el brazo que no me dolía, pero ella me detuvo.

―Iré por un médico ―. Indicó mi madre saliendo disparada del cuarto.

―Quiero ver ― dije ―. ¿Qué pasó?

De pronto me daba cuenta que nada en esa situación era normal ¿Por qué estaba en el hospital? ¿Por qué estaban ellas ahí conmigo?

―Ten un poco de paciencia ― dijo justo antes de que entraran un grupo de médicos y enfermeras.

En primera instancia hicieron salir a mi hermana, pero le pidieron a mi madre que se quedara. Sus preguntas eran difíciles de responder, no solo porque empezaba a ser consciente de la enorme laguna mental que tenía sino, porque era difícil responder cuando un tipo pasaba una luz por mis ojos, movía mi cuello y revisaba mi cabeza.

―¿Cuál es tu último recuerdo? ― preguntó el doctor que había estado revisándome.

Pensé, pero no tenía nada muy claro. Hasta que, poco a poco, algunas piezas se fueron acomodando.

―Estábamos en casa de Mike ―. El doctor asintió, como si conociera a Mike, colocando ambas manos en sus bolsillos ―. Llegó Bea, ella estaba super asustada ―, hice silencio, recordando el motivo del susto y decidí callarlo ―. No recuerdo más nada, salvo un accidente ―. Eso era verdad, sabía que habíamos tenido el accidente, sabía que Ethan había tenido algo que ver, pero no sabía que podía decir y que no.

―Tranquila, no te esfuerces ― indicó otro médico que tomaba notas.

―Necesito continuar revisando tus heridas. ― El doctor que me revisaba señaló las sábanas y yo asentí.




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