La Orden de las Sombras: Mentiras

CINCUENTA Y CINCO

 

México

Perla no había vuelto a ver a Iván y lo prefería, tampoco había visto a su captor y eso se debía a que la habían tenido encerrada en la habitación durante algunos días. Pero, a diferencia de otras veces, le habían llevado comida y hasta tenían un televisor con acceso a aplicaciones para ver películas.

A ella le gustaba el balcón, tenían permitido salir a él a tomar aire y sol. La primera vez que salió entendió por qué; todo el lugar parecía un campo de concentración, hombres armados caminaban de un lado a otro y la observaban detenidamente cada vez que se asomaba. A ella ya no le importaba, al menos la vista era preciosa. No tenía idea de en qué parte del mundo estaban, pero las vistas de la selva que tenía desde su habitación eran increíbles, era casi como estar en libertad.

Tomó una gran bocanada de aire y observó el movimiento abajo por donde suponía sería la entrada a la mansión. Un enorme camión bajaba bandejas con copas y otros enormes ramos florales. Se preguntó qué día sería y entonces pensó que, tal vez, era la noche de la subasta. Eso la aterró.

Su cuidador entró a la habitación con cara sería. Parecía nervioso, abrió el armario y sacó del interior un vestido color plata. Perla ya lo había visto y aunque le parecía la cosa más hermosa del mundo, nunca se hubiera animado a ponerse algo así. Siempre considero que sus pechos eran demasiado pequeños para lucir escotes tan pronunciados, tampoco había tenido un evento en el que lucir algo como eso. Ojalá no estuviera en esa situación, daría lo que fuera por volver a su vida anterior. Hasta le vendería el alma al mismísimo demonio, con tal de volver.

—El señor pidió que usaras esto en la noche.

—¿Es la subasta? —preguntó ella entrando en la habitación y cerrando las cortinas detrás suyo.

—Algo así. También envió esto, especialmente para ti. —Extendió su mano y le entregó una caja de terciopelo rojo.

Cuando la abrió se encontró con un enorme juego de joyas de diamantes, un collar precioso acompañado por dos pendientes largos. Los dedos de Perla acariciaron con cuidado las piedras y miró a su cuidador que mantenía la vista en su teléfono. Casi como por arte de magia, su gesto preocupado pasó a uno de alivio y de forma automática miró a Perla.

—Esta noche serás la compañía del señor —dijo guardando su teléfono y mirando el vestido elegido. —Tienes que cambiarte, en una hora vendrá alguien a peinarte y maquillarte.

—¿Qué sucederá está noche? —preguntó cuando los nervios comenzaron a hacerse presentes en su estómago revolucionado —¿Qué se espera de nosotras?

—¿De ti? Por ahora que seas una buena compañía para el jefe.

—¿Qué hay de las otras chicas?

El hombre suspiró y comenzó a alejarse hacía la puerta sin responder a su pregunta. Ella lo vio marcharse y en silencio esperó el sonido de la puerta siendo cerrada con llave, pero este no llegó.

—No puede ser... —susurró para sí misma caminando directamente a la puerta.

Perla bajó el picaporte y la puerta se abrió. Desde su lugar observó el enorme pasillo que conectaba con las habitaciones de sus compañeras. De ellas solo conocía sus nombres, nunca habían hablado por su diferencia de idiomas, pero después de pasar tanto tiempo juntas, habían comenzado a sentir un poco de empatía las unas por las otras. Le preocupaban las otras chicas, era su naturaleza protectora, esa que tantas veces la metió en problemas.

Dos horas más tarde estaba lista. Perla se veía al espejo y no reconocía la imagen que le devolvía. Las noches de sueño y la buena comida habían ayudado, al menos a su color de piel, que ya no era verdoso. La habían maquillado de forma sutil para resaltar el rojo aterciopelado de sus gruesos labios. El vestido parecía haber sido hecho a medida para ella y sus sutiles curvas. No era una mujer de curvas impresionantes, sus pechos no eran grandes, sus caderas promedio y piernas delgadas, aunque siempre le gusto esa curva bonita en su cintura y el vestido la destacaba. Acarició lentamente el escote que, aunque nunca se hubiera atrevido a usarlo, debía admitir que hacía que sus pechos se vieran tentadores. Cuando ese pensamiento atravesó su mente recordó lo que la esperaba abajo. Iván quería que ella luciera así de hermosa, porque de esa forma las personas pagarían más, ese era su negocio; venderlas. Y ella ya estaba resignada a su destino.

Dejó de respirar por unos segundos cuando alguien golpeó su puerta. Nadie lo hacía, su cuidador entraba sin anunciarse y ella estaba acostumbrada. Caminó en línea recta, intentando que no se notara en su pecho la ansiedad que le provocaba palpar su posible final.

Abrió la puerta con más miedo de lo que le hubiera gustado admitir. Al otro lado la esperaba Iván, luciendo un impecable traje color negro y peinado elegantemente. Su colonia era muy intensa, pero nada desagradable. Sus ojos la recorrieron de pies a cabeza con una enorme sonrisa en sus labios.

—Eres increíble —dijo ofreciéndole su brazo con caballerosidad.

Iván era mayor que ella, de eso no había duda unos doce o trece años más, tendría treinta tal vez, pero no dejaba de ser un hombre guapo.

Perla no aceptó el brazo caballeroso que su captor le ofrecía y caminaron escaleras abajo, donde una gran fiesta se desarrollaba con toda la pompa, en ese momento comprendió que su habitación estaba insonorizada, porque ella no escuchaba un solo sonido dentro.

—¿Estás lista? —preguntó como si tuviera lugar a negarse.

Perla dudó, sus pies no avanzaron. Iván la miró casi divertida, el pánico en ella era casi un manjar, por eso le gustaba. Odiaba a las mujeres estúpidas que gritaban y lloraban todo el día, las que se resistían y había que mantenerlas a base de drogas. Perla era diferente, ella era fuerte y entendía los límites, ordenó dejar la puerta de su habitación abierta, pero ella no había salido, aunque la tentación estuvo. Ella podría ser una gran compañera, aún no lo había decidido, siempre podía arruinarlo en lo que quedaba de la noche.




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