La Orden de las Sombras: Mentiras

SESENTA Y DOS

 

Londres

Basil babeaba y jugaba con los mechones de cabello de Sarah mientras ella intentaba cambiarle el pañal.

—No sé porque insistes en hacerlo —se quejó Candace. —Hasta yo odio cambiarlo, y soy la madre.

—Él me calma. Cada vez que sonríe solo puedo pensar en cómo se sentirá ser un bebe y que nada te importe o, al menos, que no lo recuerdes.

—Lamento que te sientas así cariño.

—¿Tienes hermanas? ¿Por qué nunca nadie te visita?

—No tengo hermanos y mis padres están muertos.

—Lo siento.

—Fue hace unos años, en un accidente.

—¿Lo superaste?

—Si, pero nunca los olvidé. Tenía que seguir, por Thomas y porque estoy segura que mi madre no hubiera querido verme...

—¿Cómo yo?

—Todo lleva su proceso, dale tiempo al cuerpo y al alma, para que sanen. Es bueno llorar.

—Vi a mi hermana romperse después del accidente y luego rearmarse como si fuera un robot. Siempre admiré su fortaleza y valentía.

—Tú también lo eres Sarah, pero todos sanamos de formas diferentes.

Sarah dio por terminada su labor, el chiquito no se lo hacía fácil, siempre escapaba con las pompas al aire cuando ella intentaba cerrar el pañal y todo se transformaba en un caos de pañales y talco espantoso. Esa vez, como si él supiera que ella no estaba para la labor, Basil se comportó como un muñeco y dejó que le cambiara el pañal con tranquilidad, los desastres fueron culpa de su inutilidad.

—Me gusta Nikolái.

La confesión tomó a Candace por sorpresa. Sus manos se detuvieron en las medias que estaba doblando y las bajó lentamente hasta apoyarlas en su regazo.

—A mi también me gusta... —Sarah la miró con los ojos abiertos, —para ti.

Las dos rieron.

—Es un amigo fiel. Es el único que no se fue.

—Lamento lo que pasó en el funeral, ellos debieron estar ahí.

—No Candy, no debieron estar ahí. Si no estuvieron es porque no la merecían.

—Tu abuelo me pidió una cena especial, para dentro de tres días, al parecer el Señor Hoffman vendrá.

—¿Silas lo hará con él? —Candace no tenía idea y negó lentamente con la cabeza.

—Ojalá que no.

Sarah no iba a perdonarle jamás el destrato y el desprecio hacía su hermana. Nunca, para ella todos los alumnos de Golden Hill estaban muertos.

 

 




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