Era el cinco de junio del año 2000 cuando un par de científicos fueron contratados para cuidar y investigar criaturas que habían quedado atrapadas en una red de pesca, colocada por marineros que buscaban su sustento en las profundidades del océano.
El gobierno, representado por los Marenis, ofreció a los pescadores una generosa compensación económica y un estricto contrato de confidencialidad. Cualquier intento de hablar o perjudicar al gobierno en este asunto sería considerado un acto criminal contra el país.
Esta pareja de científicos eran los más destacados egresados de su universidad, jóvenes e idealistas, con una hija que ya iluminaba sus vidas. En aquel momento, ambos contaban con apenas veintisiete años. Tuvieron que firmar un contrato de confidencialidad, para evitar futuros riesgos sobre esta investigación que no querían que ningun ser de este planeta se enterarán.
La zona restringida a la que los habían llevado era conocida como "Sector 08", una pequeña isla que albergaba instalaciones militares completamente abandonadas, aunque aún eran propiedad del gobierno de la Nación Kur. Los científicos, Rafael Rodríguez y Edda Marino, conformaban una pareja entrañable, emocionados por el nuevo mundo que pronto se revelaría ante ellos. Ambos eran intelectuales decididos a llevar su investigación hasta sus últimas consecuencias, atraídos no solo por la generosa compensación económica, sino también por el amor hacia su querida hija, lo que los impulsaba a asumir riesgos.
— Señor Mareni, ¿podrían informarnos sobre las criaturas que vamos a cuidar y investigar? — preguntó Rafael Rodríguez, biólogo marino de renombre.
Los Marenis eran los representantes del país en el ámbito marítimo, custodios de secretos oceánicos que nadie debía conocer, y se les conocía principalmente como militares del mar angosto. A todos se les exigía dirigirse a ellos con el respeto debido, llamándolos "Señores Marenis", sin importar su edad, como un reconocimiento a su trabajo y dedicación en la protección de la vida ciudadana en el mar.
El guía de la pareja era un hombre de ochenta años que no se tomó la molestia de responder a la pregunta de Rafael; simplemente continuó su marcha hacia el destino. A medida que avanzaban, pudieron observar que el interior de las instalaciones se mantenía en buen estado, aunque el exterior daba la impresión de que aquel pequeño refugio podía desmoronarse en cualquier instante. Al llegar al lugar, lo primero que les impactó fue el nauseabundo olor a mariscos en descomposición y los gritos desgarradores que resonaban en el aire; nunca habían presenciado el sufrimiento de un animal acuático de tal magnitud.
Cuando las puertas se abrieron, sus ojos se abrieron de par en par al notar que su hija de siete años los seguía de cerca. Era crucial que ella no viera lo que había dentro.
— Maxine, cariño, espera aquí con las Señoras Marenis, ¿de acuerdo? — Rafael, le ofreció un pequeño caramelo a su hija y señalo a las Marenis para que la llevaran a un lugar seguro.
La pequeña aceptó sin dudar, disfrutando del caramelo con alegría. Al verla alejarse, Rafael tomó un profundo respiro para calmarse. Al mirar hacia el suelo, se dio cuenta de que estaba cubierto por un color que jamás había visto; parecía que la sangre de aquella criatura era diferente, un azul intenso, más brillante que el mismo océano.
— Ahora, señor Mareni, ¿podría explicarnos qué es todo esto? — Rafael pedía explicaciones mientras cerraba las puertas, intentando reconfortar a su esposa, que aún luchaba por asimilar la horrorosa escena ante ellos.
El hombre les explicó que aquellas criaturas habían sido capturadas por pescadores, tal como les habían informado anteriormente antes de traerlos al lugar. Sin embargo, omitió un detalle crucial: no eran simples criaturas marinas. Ese ser nunca había sido visto por el ojo humano. Era un mito, una leyenda creada para aterrorizar a los pescadores antes de sus viajes. Edda, al escuchar la descripción, sintió un escalofrío. El nombre que el hombre mencionaba era uno que jamás imaginó pronunciar.
— Sirenas —Edda se dirigió al hombre con un tono grave y cortante— puede que sean como ustedes dicen, pero lo que están haciendo es pura crueldad.
Edda señaló con el dedo a los Marenis, que estaban cortando partes de las escamas de la criatura para observar su reacción y su capacidad de regeneración. El hombre, cuyo nombre era desconocido para ellos debido a la prohibición de revelar identidades por el riesgo que corrían sus familias, les lanzó una advertencia con una sola oración: "Ustedes están bajo nuestra autoridad. El dinero del gobierno les exige que sean ciegos, mudos y sordos en esta situación, sin réplicas". Edda, al escuchar esto, sintió una oleada de indignación y deseaba continuar la discusión, pero su esposo la interrumpió, dejándole claro que esa sería la última vez que hablarían sobre el asunto.
Lo único que Rafael les pidió fue que detuvieran lo que estaban haciendo con las criaturas, ya que podría poner en peligro sus investigaciones. Los Marenis aceptaron, dejándolo a ellos a cargo de todo. Pudieron observar que tenían un gran estanque, dónde no solamente había una, si no diez de esas criaturas intentando romper tal vidrio al ver cómo uno de ellos era torturado.
— ¿En serio vamos a hacer esto, Rafael? — Edda, con la voz entrecortada observaba cómo la criatura sangraba y gritaba, aunque sus sonidos no eran palabras humanas. El dolor que emitía era tan notorio que Edda lo sentía como una punzada en su propio corazón. La impotencia la invadía, y la idea de participar en algo tan inhumano le resultaba insoportable.
Rafael miraba al suelo, tomando un profundo respiro, consciente de que no podía hacer nada. Habían firmado los contratos y el gobierno los había obligado a residir en la instalación junto a su pequeña hija, convirtiéndolos en una ventaja para las autoridades. Aceptaron su destino sin más opciones Edda, por su parte, no pudo contener las lágrimas al pensar en lo que se verían obligados a hacer: examinar, experimentar y realizar autopsias a criaturas vivas que compartían una inquietante semejanza con los humanos.