«Si pudiera olvidar que soy su hijo, le aseguro que lo lograría»
Si empezamos desde los inicios de la vida del joven tegim, entenderíamos la magnitud de los problemas que lo rodearon desde que nació. El parto fue extenso y doloroso para la madre, pero gracias a un milagro se salvó y pudo cuidar del niño de cabellos negros como el carbón extraído por los esclavos en las montañas.
Tal vez desde un principio, Tuva Eke estuvo perseguido por la mala suerte, los problemas y los malos entendidos. No solo lo pensaba él, sino todas las personas que en algún momento de su vida lo rodearon, y que de una u otra manera terminaron mal gracias a él, por el simple hecho de estar relacionados con él.
Después de tantos años escondiéndose de los demás y de estar aislado del mundo exterior, decidió darse una oportunidad, solo una, y aclarar lo que ocurrió aquella noche del primer mes del año decimo.
La torre de exilio lo albergó durante más de dieciséis años, aquellas paredes grises y de ladrillo desgastado por los fenómenos naturales, sabían de sus sufrimientos, sus miedos y odios.
En toda su vida no conoció el afecto de un padre, ni el de una madre. Su corazón era frío, helado como la nieve, atormentado por un pasado que lo condenó durante toda su vida, que acabó con aquel niño tierno de diez años que fue obligado a ver morir a su madre mientras todos la aborrecían y trataban como una paria.
Los ventanales empañados por el fresco rocío de la mañana eran testigos de sus noches de desvelo frente a ellas, buscando una forma de lograr que su padre se acordara de él, de que tenía un hijo encerrado a miles de kilómetros del castillo real. Le tomó tiempo lograr su cometido, más cuando no quería levantar sospechas respecto a sí mismo.
Finalmente, pudo descifrar entre la espesa neblina de vicisitudes, la contraseña para conseguir la salida del exilio. La luna se la susurró al oído, el búho se lo expresó con su mirada penetrante y el viento se lo anunció a gritos en medio de las ráfagas cambiantes de aire.
Era el primer mes del año; el aniversario número 16 de la muerte de su madre… 16 años perdidos de manera injustificada a causa de una estrategia para allanar los llamados de las tribus nómadas de las estepas, para apagar la voz de los portadores de una vieja tribu que poco a poco desaparecía del territorio.
Desvió la mirada del ventanal y se centró en la entrada a la torre de la única persona que había estado con él desde que era un niño de diez años. La única persona que había accedido a quedarse con él, a pesar de los rumores y peligros que circulaban y rodeaban.
—Señor Yul, la temporada está cambiando —avisó—, hace una semana que desperté, pero padre no ha venido… Me pregunto me recuerda o si piensa en mi madre.
El hombre miró el ventanal y sonrió con tristeza.
—Es el aniversario de la muerte de su madre, joven señor.
—Así es —aceptó débilmente—. Hoy, hace dieciséis años mi madre murió ejecutada por mi padre. En una mañana nublada como esta, mi madre murió atravesada por una decena de lanzas afiladas.
—Señor, es un milagro que usted esté vivo. Después de la muerte de la concubina Anuska, su padre le condenó al exilio, también a beber veneno progresivo…
—Tengo mucha curiosidad en saber qué fue lo que persuadió a mi padre, para que desistiera de darme mucho más veneno.
—Señor, el veneno pudo haberlo matado en cuestión de pocos años, no tiene sentido que piense en ello. Sin embargo, si usted lo desea, lo averiguaré.
Tuva Eke negó levemente mientras se rascaba suavemente una de las ronchas moradas presentes en su cuello.
—¿Sabes cuando se quitará esto? —interrogó sin angustia mientras daba por terminado el tema que tanto inquietaba a su acompañante.
—Mientras el veneno blanco no salga de su cuerpo, tendrá esas ronchas en la piel.
—Deberías darme una dosis más generosa —sugirió en un susurro temeroso.
El joven Tegim suspiró con cansancio al ver la expresión de reproche. Nadie podía entenderlo, pues ninguno era capaz de sentir en carne propia los dolores agudos y los padecimientos vergonzosos de su cuerpo cada noche debido al frío.
Se sentía inconforme e impotente, pues el haber llegado a esas instancias no había sido culpa de él, ni tampoco de la naturaleza, sino que fue su padre quien le había impuesto aquella penosa condición. Fue el gran Khan quien lo llevó hasta un callejón sin salida, una encrucijada de frente a las maldades, que le había dejado malherido y vulnerable frente a los ojos de todos.
La única alternativa para aliviar el dolor que tenía el príncipe y contrarrestar el primer veneno era con otro veneno que se podía conseguir en cualquier lado del kanato. Ese se había convertido en su medicina a falta de cualquier otro servicio básico. Sin embargo, los excesos del líquido lo habían llevado hasta el punto de intoxicarse con una sobredosis. Desde ese día, las porciones del medicamento estuvieron controladas por el señor Yul, con el fin de evitar que el joven maestro muriera en cualquier momento producto de la imprudencia y el desespero.
—No debe abusar de su salud, recuerde que puede ser peligroso mezclar los dos venenos —Avisó nervioso, pero al ver que no obtenía una reacción, decidió cambiar de tema—¿Ha pensado en algo? El tiempo se agota, el rey pronto ha de elegir un candidato para la sucesión.
Tuva Eke sonrió con ganas.
—Lo sé, aun así, no me apresuraré a buscar más excusas para lograr salir de aquí, porque ya he encontrado una. Envíale a mi padre esta misiva, estoy seguro que no necesitaré palabras para que se acuerde de mí. De seguro él también ha de estar pensando en esto, tal vez ha estado pensando en mí.
[…]
Mientras algunos pensaban que ser relacionados con el príncipe exiliado y loco era una deshonra y un sinónimo de debilidad, otros como el gran Khan, sabían del peligro que podía correr el kanato, si el hijo de la concubina rusa muerta hace dieciséis años despertaba de su letargo tras casi morir envenenado con cinabrio.