Mientras la capital de Elinvictus y la Forja Eterna crecían a pasos agigantados, los colonos que habían seguido a Elior comenzaban a forjar una nueva identidad. De forma natural, sus lealtades se desprendían de las Repúblicas Oligarcas, y empezaban a identificarse como ciudadanos imperiales, independientes y orgullosos de pertenecer a los dominios del “Imparable”. Bajo la sombra de las grandes estatuas de Elior y el Invictus, la gente veía en él una figura heroica y salvadora, pero también el símbolo de un futuro lleno de gloria y poder.
Elior siempre había sido un alma libre, pero con cada victoria y cada paso que daba, también se consolidaba como una leyenda viviente. No solo quería ser recordado como el mejor guerrero, sino como el ser celestial definitivo, aquel que había arriesgado su vida incontables veces para asegurar que los celestiales alcanzaran la cúspide de la creación. Ahora, al ver que sus seguidores aumentaban en número y fuerza, y que la identidad del imperio crecía por encima de las Repúblicas, Elior decidió que era momento de dar el siguiente paso.
Sin embargo, una sombra se cernía sobre sus planes. Su padre, Auron, observaba desde lejos con creciente preocupación. Tras la devastación de los elfos, lo que una vez fue una gran civilización se había convertido en polvo bajo el peso del ejército de Elior. Para Auron, lo que su hijo había hecho era un genocidio, y aunque Elior veía en la destrucción de los elfos un acto necesario para la expansión de su imperio, Auron no podía soportar la idea de que su hijo se hubiera transformado en algo tan oscuro.
Aun así, Elior había superado los límites del poder. Era demasiado fuerte para que su padre pudiera detenerlo, y Auron sabía que cualquier intento por frenar a su hijo sería en vano.
Por otro lado, Elior buscaba apoyo en aquellos que aún compartían su visión. Kael, a quien consideraba un padre más cercano que el propio Auron, había visto en Elior una chispa de grandeza y lo apoyaba en su camino hacia la dominación celestial. Kael, el maestro de los colosos y la fuerza militar de las repúblicas, veía en Elior la encarnación del poder y la conquista.
Myrta, por su parte, siempre había visto el potencial de Elior para generar grandes beneficios. La serafín, astuta y pragmática, supo que Elior era alguien en quien invertir, no solo por sus talentos militares, sino también porque su independencia ofrecía nuevas oportunidades económicas. Si Elinvictus seguía prosperando, su imperio podría ser una fuente inagotable de riquezas.
Con la lealtad de Kael y Myrta asegurada, Elior dejó de lado a Auron. Ya no necesitaba su aprobación ni su influencia, pues su mirada estaba puesta en algo más grande: ser el mayor ser celestial, una leyenda inmortal. Y en su imperio, la lealtad de sus ciudadanos, ángeles, serafines y algunos pocos querubines, solo aumentaba con cada paso hacia la conquista y la gloria.
Elior, montado en el Invictus, se preparaba para lo que vendría. Sabía que en algún punto habría más batallas, más desafíos y, sobre todo, más portales por descubrir. Pero ahora tenía algo más que poder y gloria: tenía un imperio propio que lo reverenciaba, que lo consideraba el ser supremo. Era, en todos los sentidos, un mito viviente.
Habían pasado ya alrededor de cinco años desde que zakarius tomó posesión del cuerpo e identidad de Elior y el tiempo solo le había enseñado como él un antiguo Ángel podía alcanzar alturas que ningún celestial atrapado bajo el estereotipo de su propia raza hubiese podido.
El Invictus, la colosal máquina de guerra tecnomágica que Elior comandaba, se cernía sobre las nubes como un presagio trayendo vientos de cambio.
Su llegada a las Repúblicas Oligarcas no era solo una visita diplomática; era el anuncio de un nuevo orden. Los ciudadanos, desde las ciudades más avanzadas hasta los pequeños asentamientos, alzaron la vista, observando con asombro y temor la inmensa sombra del Invictus. La leyenda viva, Su Excelencia Elior el Imparable, había regresado, pero no para rendir homenaje a las Repúblicas, sino para transformarlas en algo mucho más grande.
Acompañado de su guardia personal, un grupo de guerreros elegidos entre los más poderosos ángeles y serafines, Elior descendió de su coloso, caminando con confianza hacia el edificio más imponente de la capital, el Gran Parlamento Oligarca. Su rostro, frío y decidido, no mostraba emoción alguna, pero su mente ya estaba enfocada en lo que venía. Esta reunión marcaría el fin de una era y el comienzo de su imperio.
Dentro del parlamento, Kael y Myrta lo esperaban. Ambos habían visto el ascenso meteórico de Elior, y sabían que, aunque joven, su poder y carisma superan con creces lo imaginable. Para ellos, la visita de Elior significaba algo trascendental, aunque cada uno tenía sus propias expectativas.
Kael, el ángel maestro de la fuerza militar de las Repúblicas, siempre había apoyado a Elior como a un hijo adoptivo. Lo veía como la encarnación de la ambición y la fuerza, cualidades que valoraba profundamente. Para Kael, las Repúblicas habían alcanzado su límite, y Elior representaba la única vía hacia la expansión y la verdadera conquista. Myrta, por otro lado, con su visión pragmática y comercial, veía en Elior una oportunidad. Si este nuevo imperio florecía, las riquezas y el poder que traería consigo serían inconmensurables.
Elior entró en la sala de reuniones, donde los dos oligarcas aguardaban, con la mirada tranquila pero cargada de intención. Se sentó en la cabecera de la mesa, un claro gesto de poder y control, y sin rodeos, fue directo al grano.
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Editado: 18.11.2024