Coquimbo, Chile. 11 de junio, 2017
Los días de junio parecían avanzar todos iguales. Levantarse temprano, con la cara enmarañada y la vista borrosa. Mirarse al espejo y no reconocerse por unos segundos. Observar el reloj y darse cuenta de que, otra vez, la señorita Martínez, una mujer seria que siempre llevaba su cabello negro amarrado en una cola de caballo, la reprocharía por llegar tarde a clases. Ese día, sin embargo, algo parecía distinto. Katherine Andrade lo sospechó cuando al encender la radio sonó su canción favorita. Y más aún, cuando bajó a la cocina y notó que su padre había preparado huevos revueltos para el desayuno. Se sentó sonriendo, su padre miraba el celular con seriedad y se rascó confundido su cabello castaño.
—Dicen que va a llover hoy —comentó a sus hijas.
Kathy notó que le estaban apareciendo unas pocas canas en los costados, sobre sus orejas, y que llevaba una pequeña barba canosa. La chica puso los huevos en sus tostadas y se sirvió un vaso de leche. Su hermana, Valentina, la observó de reojo y refunfuñó.
—Mamá llamó, no podrá vernos el fin de semana.
Al escucharla, un halo de desilusión recorrió lentamente la espalda de Kathy. Sus padres se habían divorciado dos años atrás, el mismo año del terremoto. Justo cuando junto a su hermana se habían acostumbrado a poner la música a máximo volumen para silenciar los gritos. El día del divorcio, ambas comprendieron que esa complicidad que las unía se iba desmoronando.
Las dos tenían quince años, pero Valentina presumía ser mayor por tres minutos de diferencia. A pesar de ser sumamente parecidas, la gente solía diferenciarlas con facilidad. Ambas tenían el mismo color de piel mate, el cabello largo, liso y oscuro como el chocolate amargo, la nariz respingada y los labios gruesos. Sin embargo, mientras Valentina tenía los ojos marrones y las pestañas largas, los ojos de Kathy cambiaban de color según como amanecía el día: si estaba muy soleado, eran casi verdes; si se ponía el sol, se convertían en ámbar; y si el día amanecía triste y nublado, se asemejaban mucho más a los de su hermana.
A Kathy, su padre solía sermonearla cada vez que la veía sentada en la cuneta con la mirada perdida. "No desperdicies así tu vida", le repetía. Quizás fue por eso que Kathy se asumió como una experta en desperdiciar todo: no le gustaba estudiar ni hacer deporte, no le gustabansus compañeros ni sus vecinos, ni el viejo que se ponía a vender galletas en la esquina de la escuela. La verdad es que a veces —o la mayoría de las veces— se sentaba a imaginar cómo sería si se mudara junto a su madre. Ella se había ido un lunes, cuando se aburrió de la monotonía y las discusiones, y se enamoró de un gringo que le había prometido llevarla a California. Finalmente, terminó viviendo en Santiago, desde donde les mandaba selfies y fotos de perritos que conocía en las plazas de Ñuñoa.
Cuando dio el tercer mordisco a su pan, Valentina comenzó a gritar y a instigarle porque otra vez llegarían tarde a la escuela. El día en que su madre se fue, Valentina volcó sus energías en perfeccionarlo todo; quería las notas más altas, los mejores puestos deportivos, el cuerpo más atlético y la casa más ordenada. Y cuando se dio cuenta de que Kathy no seguía sus pasos, decidió reprochárselo. Algunas veces, el esfuerzo desmedido le pasaba la cuenta y Valentina colapsaba. Entonces, se levantaba temprano, salía a trotar por la playa hasta sentir que sucorazón pedía clemencia, y volvía a casa para encerrarse en su pieza. Durante días Kathy se preguntó qué era lo que hacía encerrada por tantas horas, hasta que la escuchó llorar y supo que ni el estudio ni el deporte podrían cubrir ese espacio que le faltaba.
Salieron diez para las ocho, el cielo ya se había nublado y amenazaba con comenzar a llover. Apenas posaron sus pies fuera de la casa, vieron pasar al autobús, rápido y lleno hasta el tope. Valentina miró a su hermana volteando sus ojos, y rezongó sin decirle nada, pero Kathy supuso que la estaba maldiciendo para sus adentros. Decidieron caminar hacia la escuela, lo que implicaba llegar atrasadas otra vez, cuando de pronto un Toyota de color rojo se detuvo frente a ellas.
—¡Niñas! Qué hacen caminando, yo las llevo — les gritó desde el asiento del conductor la señora Pino.
Llevaba dos aretes grandes y dorados que le llegaban hasta la mitad del cuello.
La señora Pino era una mujer alta y delgada, que había sido vecina de ellas durante casi siete años. Su marido, el señor Macul, quien tenía muy buen ojo para los negocios, había comprado un viejo bar en el Barrio Inglés y en solo dos años lo había hecho resurgir, logrando que se llenase de universitarios. El señor Macul iba todos los días a su bar, salía de casa después de almuerzo y no regresaba hasta las cinco de la mañana. Quizás fue esa la razón por la que la señora Pino comenzó a visitar la casa de las Andrade.
La primera semana apareció en la puerta con un pie de limón recién hecho, con la excusa de que el dulce siempre era bueno para el corazón roto. A la semana siguiente, llegó con cuatro tazones nuevos, porque notó que los de ellos estaban trizados. A la tercera semana, se había quedado hasta tarde, conversando y tomando té con su padre. Las hermanas nunca preguntaron sobresus temas de conversación, porque en el fondo sabían que el señor Macul probablemente no estaba ni enterado, y les gustaba ver a su padre reírse con alguien, al menos por unas horas.
Valentina golpeó disimuladamente el brazo de Kathy y le indicó al chico que estaba sentado en el asiento trasero del auto. Cristóbal era hijo del señor Macul y la señora Pino, pero también era compañero de curso de las gemelas. Las observaba con cara de odio, como si supiera de todas las veces que su madre las había ido a visitar en secreto. Ingresaron al auto con timidez, Cristóbal no les dijo nada y centró su mirada en la ventana.
—Para la próxima, solo me llaman y las paso a buscar. Vamos todos al mismo lado, después de todo —les dijo la señora Pino con amabilidad.
Kathy notó que Cristóbal cerraba sus puños y los apretaba con fuerza.