El día 11 de junio del 2017, Daniela se había levantado a las seis y media como cada mañana. Planchó con cuidado su uniforme, la falda cuadrillé y la camisa blanca. Se dio una ducha, se vistió lentamente y abrochó su corbatín color azul. Subió las largas calcetas grises hasta sus rodillas. Peinó su cabello, era rubio como el de su madre, pero liso como el de su padre. Lo amarró en dos trenzas simétricas y se preocupó de que ningún mechón quedase suelto. Salió de su habitación y fue a despedirse de su abuelo, quien estaba acostado en la pieza contigua.
Su abuelo abrió los ojos y le regaló una sonrisa en silencio. Daniela le devolvió la sonrisa y le dio un beso en la frente. Luego, abrió la cortina para que entrara la luz del sol y se sentó a los pies de la cama. Le tomó la mano con delicadeza, estaba tan delgado que se le marcaban todos los huesos de sus dedos. Su abuela entró con el rostro cansado y una bandeja en sus manos.
—¿Quieres darle el desayuno tú? —preguntó. Daniela asintió y tomó la bandeja. En ella había un tazón de avena humeante que expelía un suave olor a canela. La chica sirvió una cucharada y lapuso en la boca de su abuelo.
Este comenzó a tragarla lentamente, sin decir nada.
—Otra vez pasó mala noche —se lamentó su abuela—. Yo no sé si pueda seguir pasando más noches sin dormir. Me agota. También estoy vieja.
Daniela la observó con lástima.
—Quisiera poder ayudarte más —le dijo con voz triste.
—Nada de eso, tu responsabilidad es estudiar.
Daniela había llegado a vivir con sus abuelos a los siete años, cuando un trágico accidente automovilístico les arrebató la vida a sus dos padres. Sus abuelos la acogieron como a su propia hija. Su abuelo le leía historias de piratas antes de dormir y su abuela le cocinaba pescado frito con papas tres veces a la semana, solo porque era su comida favorita. La chica les ayudaba con los quehaceres de la casa y con el negocio de abarrotes que tenían en el primer piso, y que su abuelo había tenido que reabrir tras la muerte de su hija.
Algunas veces, Daniela extrañaba a sus padres y lloraba en silencio. Entonces, su abuela preparaba galletas de vainilla y té con canela, y los tres se sentaban en el sofá sin decir nada, mirando el mar y las gaviotas que se cruzaban por la ventana.
—A veces pienso que tu mamá se convirtió en una de esas gaviotas —le había dicho una vez su abuelo—. Que nos viene a visitar y se ríe de nosotros porque andamos tan tristes.
Su abuelo había comenzado a actuar de forma extraña hace dos años. Un día, Daniela se despertó sobresaltada con los gritos de su abuela, porque su abuelo se había orinado en la cama. Otro día dejó el gas de la cocina abierto, y Daniela tuvo que correr a cerrar la llavede paso y abrir todas las ventanas, porque el olor era insoportable. El médico le dijo a su abuela que su esposo estaba sufriendo una demencia senil que avanzaba con rapidez. Poco a poco, su abuelo comenzó a dejar de ser el mismo, a olvidar los nombres de las cosas, a confundir las habitaciones y a nombrar a Daniela como Mariana, el nombre de su madre. Daniela no le corrigió nunca, ya que le agradaba sentir que llevaba a su madre en su interior. Le gustaba sentarse junto a su abuelo, acariciar su cabeza canosa y ahora ser ella quien le contase historias de tesoros e islas perdidas.
Cuando la puerta se cerró a sus espaldas, Daniela pensó en sus abuelos. ¿Qué pasaría si ella no volviese? Imaginó a su abuela llorando desconsolada, recordando el día en que recibió la noticia de la muerte de su hija. Imaginó a su abuelo sin entender nada, pero sin nadie que le diese de comer o le contase historias. Contempló a sus compañeros, quienes miraban a su alrededor con una mezcla de curiosidad y temor.
Frente a ellos, se abría un enorme valle.
El verde prado, que se extendía casi hasta llegar al horizonte, se mecía al ritmo del viento, que soplaba suavemente sobre el terreno. Un camino de tierra, bordeado de añañucas de color blanco, rojo y amarillo, serpenteaba a través del valle. A lo lejos, altas montañas nevadas se alzaban contra el cielo azul claro. Ya no estaba lloviendo y una tibia brisa les rozó la piel.
—Esto es lo más impactante que he visto en mi vida —exclamó Rodrigo, con la voz entrecortada, expresando aquello que todos los demás sentían en ese momento.
—Entonces no has visto muchas cosas —dijo una voz a sus espaldas. Era un enorme y robusto caballo pura sangre de color esmeralda. Al verlo, Daniela sintió que sus rodillas se debilitaban y se comprendió pequeña e insignificante—. Disculpen si los asusté, no fue mi intención. Yo soy Zoris, y soy el portero oficial del valle encantado Hao Yachay —se presentó el animal—. ¿Y qué asunto trae a seis mozuelos como ustedes por estos parajes? —preguntó con curiosidad.
Los chicos le contaron sobre la explosión en los baños, el mapa en la botella y la puerta que apareció repentinamente en el túnel del alcantarillado. Zoris los escuchó atentamente, sin interrumpirlos. Cuando terminaron de hablar, Esteban desdobló el mapa y leyó el mensaje.
—Firman CA y PT —dijo finalmente.
Zoris resolló, abriendo su nariz ansiosamente y dio tres golpes en el piso con sus patas.
—Tengan mucho cuidado en quien confían en este lugar —les advirtió con seriedad, como si supiese algo que los chicos ignoraban. Luego, su voz cambió radicalmente—: Disfruten su estadía en el valle, aquí tienen los lugares más bellos para gozar del sol, el viento fresco y la alegría de la gente local —dijo con voz aguda, como quien recitara un anuncio turístico.
Los muchachos no tuvieron tiempo para hacerle más preguntas. Zoris se alejó al trote y los dejó solos, con un nudo apretando sus gargantas.
Asustada, Daniela giró para volver a abrir la puerta que los había traído, pero esta ya había desaparecido.