La plaga del Caballero

Capítulo 9

La luz del amanecer bañaba el pueblo de Bredewald con un resplandor dorado, mientras la vida comenzaba a despertar dentro de sus muros. El bullicio de los mercaderes y el sonido de los herreros martillando el acero se mezclaban con los gritos de los niños que corrían por las calles adoquinadas. Sin embargo, en un rincón más apartado del castillo, en las oscuras caballerizas, el ambiente era más sombrío.

Cuando Alric había regresado a Bredewald, no se dirigió directamente al gran salón ni a sus aposentos. En cambio, se detuvo primero en las caballerizas, donde fue recibido por dos de sus más leales escuderos, jóvenes que lo habían acompañado en diversas campañas y que, como de costumbre, se encargaban de su caballo, su equipo y su armadura. Estos dos hombres, Oswin y Roderic, eran amigos cercanos de Alric desde hacía años y habían servido junto a él en más de una batalla. Eran parte de su vida en el campo, aquellos con los que compartía no solo la responsabilidad del deber, sino también los momentos de camaradería y confianza.

Oswin, de cabello rubio y piel curtida por el sol, siempre tenía una sonrisa en el rostro, aunque esta vez se notaba algo apagada, quizás por el cansancio o por la tensión de los últimos días. Roderic, por otro lado, era más reservado, con el ceño casi siempre fruncido, y una manera meticulosa de realizar su trabajo. Alric, al llegar, se despojó de su pesada armadura y se la entregó a ellos, agradecido por sus servicios y ansioso de soltar algunas palabras sobre su última campaña.

—¡Ah, mis buenos amigos! —exclamó Alric mientras se dejaba caer en un viejo banco de madera—. No os imagináis lo que ha sido esta última misión. Ladrones y bandidos en el norte, emboscados en un barranco. Apenas conseguimos salir de allí con vida. Necesito un trago para contarlo.

Oswin y Roderic, deseosos de escuchar las hazañas de su caballero, no dudaron en acompañarlo. En la intimidad de las caballerizas, compartieron un par de jarras de cerveza rancia que uno de los mozos de cuadra había conseguido. Las risas y las palabras fluyeron entre ellos, aliviando por un momento las tensiones acumuladas.

Alric relató con detalle cómo su espada había cortado el aire en el fragor de la batalla, cómo había guiado a su grupo a través de los peligros y cómo había logrado sortear la muerte en varias ocasiones. Los dos escuderos lo escucharon embelesados, cada uno imaginando los lances y gestas que su señor había vivido, sintiéndose parte de esas aventuras a través de sus palabras.

Cuando se despidieron esa tarde, ninguno sospechaba que sería la última vez que verían a Alric con vida. El caballero se marchó a su hogar, dejando su caballo y sus pertenencias al cuidado de los dos escuderos, que pasaron el resto del día ocupados con sus tareas, manteniendo el orden y la disciplina en las caballerizas.

Sin embargo, al día siguiente de la muerte de Alric, las cosas comenzaron a cambiar. Oswin despertó en su humilde hogar sintiéndose inusualmente débil. Sudores fríos empapaban su frente, y su corazón palpitaba con una intensidad anormal. A lo largo del día, se sintió incapaz de mantener la compostura, sufriendo desmayos repentinos y una sensación de angustia que no podía explicar. Su esposa, preocupada, lo ayudó a recostarse, convencida de que se trataba de una fiebre pasajera o el resultado del cansancio acumulado.

Roderic no se encontraba mucho mejor. Desde que había vuelto a su pequeña cabaña al borde del pueblo, su salud parecía deteriorarse con cada hora que pasaba. Como Oswin, empezó a experimentar sudores intensos y un mareo constante que lo obligó a quedarse en cama. Cada vez que intentaba ponerse de pie, sus piernas temblaban como si no tuvieran fuerzas para sostenerlo. La cabeza le daba vueltas, y un extraño zumbido resonaba en sus oídos. Su madre, con quien vivía, se preocupó al verlo en ese estado, pero Roderic no quiso alarmarla, atribuyendo su malestar a un mal sueño o a la resaca de la noche anterior.

Ni Oswin ni Roderic se imaginaron que sus síntomas podrían estar relacionados con su encuentro reciente con Alric. Tampoco se lo contaron a nadie más allá de sus familiares cercanos, pensando que se recuperarían pronto. Para ellos, los malestares parecían parte de los sacrificios habituales de su vida como escuderos, y ninguna enfermedad se comparaba al rigor del entrenamiento o al miedo del campo de batalla.

Los días continuaron y sus condiciones no mejoraron. Ambos hombres permanecían postrados, sudando y delirando en sus respectivos hogares, aislados del resto del pueblo. Nadie sospechaba aún que lo que les ocurría podía ser algo más que una simple fiebre. Nadie había hecho la conexión con la visita de Alric a las caballerizas, ni siquiera ellos, cuyas mentes, nubladas por el malestar, apenas podían recordar los detalles de los últimos días.

Mientras tanto, en el castillo, Lord Cedric y Edric se ocupaban de los preparativos para la expedición a Eldermoor, sin saber que la amenaza se estaba extendiendo silenciosamente a aquellos que habían estado en contacto con Alric. El veneno de una enfermedad desconocida estaba cobrando fuerza, y la tragedia que había comenzado con la muerte de un caballero ahora se cernía sobre otros, escondida tras los muros de sus hogares.

Oswin y Roderic, aún inconscientes de su verdadero mal, luchaban contra la oscuridad creciente que parecía consumirlos desde dentro, sin saber que eran las nuevas piezas de un macabro rompecabezas que estaba a punto de desmoronarse sobre todo Bredewald.



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En el texto hay: zombie, medieval, caminante

Editado: 06.09.2024

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