La plaga del Caballero

Capítulo 18

La noche se cernió sobre Bredewald con la furia de una tormenta largamente contenida. Las nubes grises, que habían cubierto el cielo desde el amanecer, se transformaron en un océano oscuro y turbulento que vertía su ira sobre el pueblo. La lluvia caía con fuerza, golpeando los tejados y empapando la tierra con un estruendo incesante. Relámpagos iluminaban fugazmente el horizonte, seguidos por el retumbar de truenos que hacían vibrar las murallas del castillo. El viento, salvaje y frío, aullaba entre las torres, colándose por las rendijas y haciendo danzar las antorchas en los pasillos como llamas erráticas y temblorosas.

Edric se encontraba en la penumbra del calabozo, afuera de la celda donde yacía Aelith. Apenas había dormido, atormentado por la sucesión de eventos que no dejaban de multiplicarse y empeorar. La joven criada, tan llena de vida y diligencia solo días antes, ahora se encontraba en un estado lastimoso. La fiebre no la había abandonado, y su piel estaba pálida y perlada de sudor, brillando a la luz de una solitaria antorcha. Su respiración era laboriosa, cada inhalación un esfuerzo evidente, como si el aire le pesara en los pulmones.

Edric se inclinó hacia los barrotes, tratando de mantener la calma y consolarla con palabras suaves, aunque sabía que poco podía hacer por ella.

—Aelith, resiste un poco más. El maestre está buscando algo que te ayude —dijo Edric, intentando que su voz sonara firme, aunque la desesperación lo consumía por dentro.

Aelith lo miraba, pero sus ojos estaban desenfocados, perdidos en un vacío que le hacía temer que su espíritu ya no estuviera del todo presente. No podía responderle; cada palabra parecía atrapada en su garganta. Apenas podía mantenerse consciente, y su pecho se alzaba y descendía con movimientos irregulares y cada vez más débiles. Un gemido bajo y quebrado escapó de sus labios, más de angustia que de dolor, como un lamento resignado ante lo inevitable.

—No tengas miedo. Estoy aquí contigo —susurró Edric, deseando poder hacer más que ofrecerle su compañía.

De repente, el cuerpo de Aelith se tensó de manera antinatural. Sus músculos se contrajeron y sus ojos se abrieron desmesuradamente, dejando ver el blanco inyectado en sangre. Un espasmo recorrió su cuerpo entero, arqueando su espalda en un ángulo imposible mientras un grito desgarrador se escapaba de su boca, resonando en los húmedos muros del calabozo. El sonido era inhumano, un alarido de puro terror y dolor, y Edric retrocedió instintivamente, sin saber qué hacer, atrapado entre el deseo de ayudarla y el miedo ante lo que estaba presenciando.

Aelith comenzó a temblar violentamente, sacudida por convulsiones que la lanzaban de un lado a otro sobre la cama de paja, golpeando sus extremidades contra los fríos barrotes de hierro. Su boca se abrió en una mueca de horror, y los espasmos se intensificaron. Edric, desesperado, intentó llamar al maestre, pero los gritos de Aelith y el rugido de la tormenta parecían ahogar su voz. El tiempo se volvió viscoso, cada segundo alargándose en una pesadilla interminable.

El temblor de Aelith llegó a su clímax, y de repente, su cuerpo se quedó rígido, sus músculos tensos como cuerdas a punto de romperse. Sus ojos, desorbitados, se clavaron en Edric por un instante final, una mirada vacía y aterradora que parecía atravesarlo. Y entonces, con un último espasmo, el sonido cesó. El silencio que siguió fue ensordecedor, roto solo por el constante golpeteo de la lluvia y el lejano murmullo del trueno.

Aelith yacía inmóvil, su pecho ya no se movía, y su piel había adquirido un tono grisáceo. Edric permaneció unos segundos paralizado, incapaz de procesar lo que acababa de ocurrir ante sus ojos. Quería acercarse, comprobar si había algo que pudiera hacer, pero la frialdad de la muerte en el aire lo detuvo. Sabía, sin necesidad de confirmarlo, que no había nada más que hacer.

Aelith acaba de fallecer ante los ojos de Edric.



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En el texto hay: zombie, medieval, caminante

Editado: 06.09.2024

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