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Mi madre solía decir que cada vez que sintiera que el mundo giraba demasiado rápido, respirara hondo hasta que mis pulmones se inundaran de aire fresco, acariciando a mi corazón como una brisa de verano, y después de ese cálido momento, encontrara un pensamiento.
Un pensamiento lo suficientemente fuerte para que mi corazón lo creyera como un hecho real y comenzara a latir por decisión propia y no por el oxígeno que entraba por sus venas, y finalmente se calmara. Un pensamiento que me llevara a la libertad, a surcar el inmenso cielo azul, anidándome en las nubes, encontrándome en los fuertes robles donde mis raíces largas e inmensurables, no podrían ser taladas. Yo era un pensamiento, ese pensamiento que no me ataba a nada ni a nadie, y mi entera existencia se esfumaba convirtiéndose en nada. Un pensamiento que me otorgaba la libertad que en ese preciso momento no podía obtener.
El closet era frágil, fácilmente una persona podía atravesarlo dando un leve golpe en las pequeñas ranuras de este mismo; estaba hecho de una falsa madera que en realidad era un poco de cartón, solo lo separaba una leve pared de la realidad de los gritos que se presentaban en esa casa. Quería huir, correr, correr y dejar que sus piernas se convirtieran en alas para tocar las estrellas y saborear el sabor de la noche en sus labios encontrándose en la medianoche con los poemas proclamados de los poetas sin razón; siendo acunada por la Luna y los melodiosos susurros de esos amantes sin remedio. Quería huir..., y convertirse en la infancia que deseaba con tanto ardor.
Somos polvos de estrellas.
Se repitió la oración hasta que no pudo escuchar su propia respiración agitada, ocultada por aquellos reclamos en la otra habitación, y no solo reclamos con argumentos vacíos, no, eran cuchillos que salían de la boca de la persona y apuñalaba a la otra con desinterés, creándole grandes erupciones de sangre disfrazadas de lágrimas y golpes. Creándole espinas encajadas en su cuerpo. Ese vínculo era daga de doble filo, provocando un dolor en ese momento, y después un remordimiento. Ella estaba bastante segura que nadie sabía dónde se encontraba, si se mantenía lo suficientemente quieta por un gran periodo de tiempo, entonces sería el momento donde se convertiría en invisible. Se esfumaría de este mundo cruel, y sería una sola con su propia existencia. Podrían estar pasando personas y no la verían, ni un reojo ni nada por el estilo, ella, tan diminuta, seria simplemente polvo... un gran polvo de estrellas y de cosmos. Un soñador roto.
Doscientos.
No le estaba sirviendo para nada la oración que su madre le había dado en una noche de caos, aquella que calmaba la tormenta antes de que viniera la inundación. Aquella que solo la hacía concentrarse en los números. Números, solo números en su cabeza como protagonistas calmantes. Necesitaba dejar de pensar en lo que ocurría a su alrededor.
Ciento noventa y nueve.
Necesitaba dejar de pensar.
Ciento noventa y...
Sin embargo, no sirvió de mucho cuando su mirada se alzó, no veía a nada específico, solamente a la oscuridad esparcida en el armario, cuando volteo a verla. Estaba llorando y su cara lucía una preocupación extrema que era incapaz de entender, sus manos revisaron a la pequeña con tanta euforia que a simple vista no podía notar los golpes que se robaban el protagonismo de sus brazos y con tanta suavidad, como si fuera a quebrarse, la tomo entre sus brazos frágiles y largos, y la abrazo. La abrazo como si aquello la calmara hasta morir, susurrando algo incomprensible; sabía que le prometía algo, y sabía que también estaba pidiéndole, rogándole de que la pequeña arrinconada cumpliera con aquella promesa.
Estaba consciente y perpetua escuchaba lo que la adulta deseaba pero, las palabras no entraban a su ser, simplemente era una canción vacía que pasaba como algo indiferente. ¿Se había quedado sin sentimientos? No, solo había silencio y lágrimas. Ese silencio como una barrera que le impedía captar las sensaciones e información presenciada. No había logrado parar el mundo, nada parecido, no se sentía presente. No entendía ni captaba las palabras de su madre. La progenitora que la abrazaba con tanta fuerza pero con tanta fragilidad como si fuera a romperse.
Sin embargo, la pequeña no lucho para entender aquellas palabras susurradas entre sollozos, no lucho ni peleo con el sentido del oído, se quedó ahí, disfrutando ese abrazo, abriéndose por si su muerte llegaba pronto.
No lucho para entender la promesa escondida en la tristeza.
Ese fue su primer error.
(♡)
Publicado:
27.04.24
𝑯𝒆𝒍𝒆𝒏𝒂 𝑪𝒂𝒔𝒕𝒓𝒐.
Editado: 28.04.2024