La poesía incomprendida de Hazen Toledo

Capitulo 1

El síndrome de Stendhal.

Hazen.

(Hazen)

20 de abril de 2013.

No tenía ganas de levantarme.

Era algo ordinario viniendo de una adolescente de 17 años, además, la cuestión era: ¿A quién le gustaba levantarse temprano? ¿Cuál era el motivo de hacerlo? Quizás a los deportistas de alto rendimiento o personas famosas que recorrían el mundo con sus galantes vidas de ricos. Quizás a los deportistas de alto rendimiento o personas famosas que recorrían el mundo con sus galantes vidas de ricos. Era muy tarde para renacer en el cuerpo de algún hijo de padres multimillonarios y solos andar por la vida esperando que alguno de sus talentos —e influencias de su familia pomposa— le hicieran igual de adinerada.

Aun así, el sueño todavía se mantenía fresco en mi memoria; no había abierto los ojos, lo sentía tan vivo que podía tocarlo o incluso olerlo. Una mezcla de cítricos, sal de mar y sol que se metía entre la piel como un amigable invasor. Una noche de verano perdida al amanecer.

La chica del sueño se encontraba en las calles de Italia con unos pantalones de pescador y un cabello rebelde como si fuera lo último de lo que debía preocuparse. Una vida sin estrés más la única preocupación: sobre que comería al medio día; tenía dos opciones: pasta fetuccini o pizza tradicional con vino. Caminaba firmemente agarrando aquella libreta marrón, aferrando sus brazos a esta misma como si su vida dependiera de ese cuaderno, como si su vida dependiera de cada letra, relato y memoria escrita. Al final del día por eso escribía: por miedo a olvidar todo... por miedo a que alguna persona, encontrara en las hojas, el mensaje secreto, la clave para poder abrir su corazón. Y ella no quisiera que lo averiguaran...

Sin embargo, solo era la Hazen del sueño, y yo, yo estaba despertando. La realidad me recibió con un balde frio de: «mis sueños, son solo sueños» susurrándome al oído; los gritos en las escaleras me abrazaban las entrañas de su cerebro, apretujándolo y provocando —por consecuente— un dolor de cabeza mañanero.

Era una soñadora, lamentablemente, era inevitable olvidar aquel sueño. Lo olvidaría a la mitad del día, y no lo recordaría hasta después de unas horas, en donde estarían escasos las escenas y los sentimientos. Fugaces momentos que podría haber usado como inspiración fantasiosa en alguna clase aburrida. Me levante de la cama quitando las cobijas y dejándolas en la esquina, tome el desgastado morral verdoso y busque alguna pluma donde pudiera anotar levemente lo que recordaba de una forma fresca. Lo tenía fresco en sus ojos y nariz, y en su cerebro los momentos comenzaban a lucir como estrellas fugaces guiándose al otro lado del mundo, y justamente cuando la pluma negra toco el papel blanquecino, aquella bendición, se había ido.

Caí rendida teniendo en cuenta que no podría revivirlo, suspire y en poco tiempo, termine saliendo de la habitación pequeña, expulsando un quejido por mi boca y moviendo las piernas como si fueran un par de costales de papas que pesaban más de lo normal hacia el baño; estaba sudorosa, y las manecillas del reloj comenzaban a avanzar un poco más rápido, así que apresure el paso. Solté una maldición que apenas pude percibir cuando mi codo golpeo la esquina de una pared y más aún cuando el reloj simplemente seguía avanzando. Tic tac. Eso era algo nuevo, nunca había maldecido a un objeto, y menos a un reloj. Por alguna extraña razón, le mantenía cierto "respeto" a aquellas cosas materiales, no por que tuvieran una historia detrás, sino porque sentía que si maldecía a uno de los relojes pequeños, esos que adornaban las mesitas a lado de las camas, podrían ir a quejarse con algún reloj madre, los cuales permanecían colgados en las paredes o en algún lugar donde los ubicaras con facilidad. Si se quejaban, entonces todo el tiempo estaría en mi contra.

Había leído demasiados libros e indirectamente, cuando cerraba los ojos, entraba al mundo que siempre desee tener.

Hice la rutina diaria con pesar, estire la espalda para escuchar el leve crujido que se presentaba por haber dejado de hacer ejercicio, aunque este solo constara en correr cada vez que mi mente se volvía un campo de batalla; gemí del placer por la satisfacción que me daba escuchar el crujido; trague saliva tratando de hidratar la garganta reseca que se mostraba como un indicio de gripe por la mañana mientras rascaba el cuero cabelludo con miedo de enredar mis propios dedos, y con un poco de esfuerzo, abrí los ojos. Mis ojos quedaron perplejos al fijarse en el pasillo que daba entrada al baño, todas las cajas cafés claras gobernaban, por obvias razones se podía intuir que una persona se había mudado a unos de los lugares más pintorescos de California. Los muebles no permanecían, y eran solo un fantasma en ese piso, no había cuadros colgados llenos de fotos ridículas en las paredes o juguetes tirados en suelo de madera, no estaba el olor característico de cada hogar. No, este no era un hogar, era una casa y por eso le faltaban todas esas cosas características. No estaban los indicios de que alguna persona había vivido ahí, sin embargo, vivían personas ahí. Era un nuevo comienzo. 

Decidí ignorar por completo el hecho de que la mudanza no había sido un tema de discusión en la familia, o lo que quedaba de esta, —la jaqueca molestaba mi cuerpo desde hace semanas y lo peor que podía hacer era sobre pensar las cosas que hechas, estaban—, solté otro bufido, y suspire hondo tragándome los problemas, mientras que entraba al baño con mi mochila verde y un cambio de ropa.

Agradecía tener el tocador a un lado del cuarto, pero, odiaba el hecho de que tuviera un espejo grandísimo en la parte del lavamanos, procure no levantar mi vista hacia el reflejo para no empezar a remarcar los defectos mañaneros que había en mi rostro. Detestaba tener demasiadas inseguridades, y detestaba más que nada, ser mi propio campo de batalla. Lamentablemente falle. 




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