– ¡Es una niña! ¡Ha nacido la futura reina!
Los médicos y enfermeros estaban felices de lograr un nacimiento de éxito. El proceso de parto de la princesa Miriam duró largas horas, debido a que surgieron complicaciones causadas por su frágil salud y su pequeño cuerpo.
La bebé pesaba alrededor de cuatro kilos, lo cual era demasiado para la constitución física de la joven princesa. Debido a eso, perdió sus fuerzas y comenzó a debilitarse gradualmente.
Su esposo, el príncipe Rogelio, estaba más atento a la salud de su mujer que al nacimiento de su hija. Y al notar que los ojos se le cerraban lentamente, llamó al médico real:
– ¡Rápido! ¡Se está yendo!
Pero Miriam, tomándolo de la mano, le dijo con una débil voz:
– No. Déjalo. Ya es… tarde.
– ¡No digas eso, esposa mía! – Sollozó Rogelio - ¿Qué será del reino si te marchas? ¡Por favor, resiste, mi amor!
Uno de los médicos, al ver que los ritmos cardiacos de la princesa Miriam iban disminuyendo, preparó rápidamente el equipo de reanimación para reactivar las pulsaciones del corazón.
– La princesa Leonor será quien herede el trono, cariño – continuó Miriam, ya con apenas un leve susurro a causa de su debilitamiento – Y por eso… amor… te pido que la cuides por mí… hasta que tenga la edad para ser… la reina…
Rogelio siguió sollozando, pero asumió con la cabeza en silencio. Se sentía impotente debido a que solo podía mirarla. Poco a poco, la mano de su esposa lo iba soltando, hasta caer pesadamente al borde de la cama.
– Yo… te… a…
Los ritmos cardiacos se detuvieron y la princesa lanzó su último suspiro. El médico aplicó electricidad en su cuerpo para reanimarla, mientras el príncipe no paraba de llamarla, suplicando que regresara a su lado.
Pero todo fue inútil. La princesa Miriam había muerto.
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La tumba de la princesa se situaba en un terreno al fondo del palacio, donde también enterraron a los reyes y reinas del pasado que estuvieron a la cabeza del reino del Norte por generaciones.
Los nobles, burgueses, plebeyos y demás miembros de la realeza estaban ahí, despidiéndose de quien habría sido la próxima sucesora al trono mientras se debatían sobre lo que le deparaba al futuro de la nación, sin una reina disponible para el mando.
– La princesa Leonor es solo una bebé. ¡Sería un despropósito que la nombraran reina con apenas un par de horas de vida!
– Sí, pero como desapareció la reina Abigail y la princesa Miriam era la mejor opción… ¿Quién más podría ser? Si no fuera porque el rey cayó enfermo, estaríamos más aliviados ¿Acaso solo nos queda… ella?
– ¡No! ¡Ni la menciones! ¡Esa mujer es peor que el diablo!
– ¡No digas eso! Aunque nos duela, debemos admitir que la princesa Jade es la única opción… al menos hasta que la princesa heredera cumpla los dieciocho años tal como lo dicta la ley.
– Serán dieciocho largos años de opresión e infierno. ¡Estoy segura de eso!
Mientras los miembros de la corte discutían entre sí, a unos metros de la tumba se encontraba la princesa Jade, quien llevaba un vestido negro de cuello alto y mangas largas. La joven gozaba de una singular belleza debido a sus largos cabellos negros y enormes ojos color miel. Su hermana melliza, en cambio, era rubia, de piel pálida como la cera de una vela y lucía una expresión gentil que la hacía simpatizar con todo el mundo.
Jade derramó un par de lágrimas mientras contemplaba a su difunta hermana. Ignoró todas las conversaciones malintencionadas de los nobles y procedió a juntar sus manos en señal de rezo, mientras pensaba:
“Desde pequeña, siempre fui la ‘princesa de repuesto’. Y todo por haber nacido un par de horas después de mi melliza. Pero les demostraré a todos esos imbéciles de la corte que si soy digna de ocupar el trono y superar, incluso, a mi propia madre. Y sé perfectamente por dónde empezar”.
Se acercó al príncipe Rogelio quien, en esos momentos, lloraba a mares sobre el ataúd de su esposa. Lo tomó del hombro para llamar su atención y le dijo:
– Necesito hablar contigo.
Rogelio interrumpió su llanto y siguió a su cuñada.
A pesar de su tristeza, le intrigaba saber qué era lo que quería la princesa Jade de él ya que, durante todo ese tiempo en que vivió en el palacio en calidad de esposo, su cuñada nunca le prestó atención. Incluso, actuaba como si no existiera, porque siempre andaba sumergida en sus propios asuntos. Así es que lo primero que pensó fue que, posiblemente, lo echaría del palacio ya que consideraría que nada lo ataba a ese lugar.
Y, generalmente, el esposo de una princesa o reina casi no entablaba contacto con los hijos que tuvieran en conjunto debido a que su única función era “plantar la semilla correcta”. Los niños eran criados por tutores o niñeras especialmente entrenados para educar a los futuros reyes o duques de la nación, sin darles chances de elegir su destino.
Sin embargo, Rogelio era diferente. Él si quería hacerse cargo de la niña y no solo porque fuera su hija, sino porque le prometió a su esposa, en su lecho de muerte, que la protegería con su vida.
Ambos príncipes fueron a una habitación vacía y, ahí, la joven le dijo:
– Estoy consciente de lo perturbado que se encuentra ahora, cuñado. Perder al amor de tu vida ha de ser una de las cosas más dolorosas que puede experimentar el ser humano… o eso me dijeron. Nunca me he enamorado.
– Me apena ver que esté preocupada por mi bienestar, alteza – le dijo Rogelio, de forma apática – pero le juro que sabré recomponerme. Puede que mi mujer ya no esté más en este mundo, pero me dio a cambio un tesoro que deseo conservar hasta que me llegue mi turno de partir a su lado: nuestra hija. Y, por eso, haré lo que sea para permanecer en este palacio. No dejaré que me la aparten de mi lado.
– Lo sé – dijo Jade, mostrando una extraña sonrisa.
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Editado: 16.02.2024