La princesa de repuesto

Capítulo 17. La revelación del salvaje

Dunga estaba apoyándose por las frías paredes de las mazmorras del palacio. La guardiana que lo había arrastrado a su celda descuidó su defensa, debido a que pensaba que estaba lo suficientemente lastimado como para enfrentarla. Sin embargo, apenas lo liberó de las cadenas y lo soltó al suelo, éste la tomó de la cintura y la lanzó, haciéndola perder el conocimiento.

Una vez que derribó a la guardiana, le sacó con cuidado su armadura y espada. Le sorprendió que no llevara alguna pistola láser como vio que portaban los soldados del palacio, por lo que intuyó que podría deberse a su rol de protectora personal de la princesa. Sin embargo, no tenía tiempo de indagar en esos detalles sino de ver una buena forma de salir de ahí sin ser detectado.

No pasó ni media hora cuando escuchó el sonido de las alarmas. Dunga sentía que su escape sería en vano: estaba en un lugar cuya tecnología superaba a la de su imaginación. Vio cámaras instaladas por todas partes y muchos de los accesos estaban fuertemente custodiados por guardias armados hasta los dientes.

Pero vio un pasadizo aparentemente vacío. Así es que intentó atravesarlo y, de inmediato, se activaron unos rifles automáticos instalados en las paredes, que disparaban a cualquier intruso que osara pasar por ahí. Por lo que no le quedó otra opción más que seguir tentando el terreno de a poco.

En un momento, tomó descanso. Se miró su disfraz y se preguntó si sería suficiente para hacerse pasar por un simple soldado.

“Solo quiero regresar a casa”, pensó Dunga, mientras seguía caminando y resistiendo los dolores de su cuerpo. “Mi esposa e hijos me están esperando. Espero que no me den por muerto”.

En eso, sintió que un par de rayos láser pasaron cerca de su cabeza e impactaron por la pared, causando una gran grieta. Se quedó quieto y escuchó una voz grave a su espalda, diciéndole:

– ¿De verdad creíste que no veríamos cómo le usurpaste la armadura a nuestra compañera? ¡Tenemos cámaras instaladas por todos los rincones del palacio, idiota! ¡No hay escapatoria!

“¡Lo sabía!”, se dijo Dunga, desilusionado. “¡Estos invasores en verdad son poderosos! Con razón mi pueblo pereció ante ellos. ¡Nunca tuvimos oportunidad!”

A pesar de tener todo en su contra, Dunga no pensaba rendirse. Así es que, con el brazo sano, desenvainó la espada y dio un giro brusco con la intención de cortar al soldado por la mitad. Pero este no le dio tiempo de pelear porque, al instante, le disparó en ambas piernas para dejarlo fuera de combate.

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La baronesa Montse solicitó una audiencia privada con el rey Marco, dado que le pareció excesiva la destitución que le hizo a la princesa regente por no impedir el secuestro de la princesa heredera. Para su sorpresa, el viejo monarca aceptó verla en su oficina y, apenas recibió su autorización, se dirigió directamente ahí.

Cuando entró, ni siquiera se molestó en hacer la reverencia. Solo se puso firme y le dijo:

– Majestad como usted sabrá, he apoyado a la princ… digo, duquesa Jade como su mano derecha – le dijo Montse, con voz firme y clara – Soy testigo de la gran pasión y dedicación que le ha dedicado tanto al reino como al virreinato. ¡Incluso pasó las noches enteras sin dormir! Por eso, majestad, le pido que reconsidere su decisión. No haga esto a su propia hija por un error que cometió.

– Jade cometió algo más grave que un simple error, señora – le dijo Marco, mirándola fijamente – he descubierto que ella no solo menospreció a su sobrina sino que, además, descuidó a su esposo y hasta adulteró mis medicamentos para que nunca me recuperara. ¡Sí, señora! ¡Lo supe todo este tiempo! ¡Tengo pruebas de que tanto tú como mi hija planearon mantenerme postrado en cama por tiempo indefinido!

Montse comenzó a balbucear, como si no supiera qué decir en su defensa. Sin embargo, el rey aligeró su expresión y, con una falsa voz de modestia, le dijo:

– He sido bastante benevolente al no desvelar ese grave delito que cometió mi hija contra mi salud e integridad. ¿No soy un buen padre, acaso? ¿Alguien que protegerá a su hija a pesar de las circunstancias?

Montse siguió sin hablar, dado que no sabía si le hizo una pregunta directa o retórica. Sin embargo, el rey parecía no esperar una respuesta de su parte porque, esta vez, con una voz un poco más dura, le dijo:

– En lo que a mí concierne, no estoy dispuesto a devolverle a Jade el título de princesa hasta que mi nieta regrese al palacio CON VIDA. ¡Sí, señora! ¡Quiero que mi nieta y la ÚNICA heredera LEGÍTIMA al trono esté ante mí VIVA O VIVA! Si me traen un cadáver o, de plano, una prueba de que cayó en malas malos, haré que tanto tú como mi hija se arrepientan de haber nacido.

El rey respiró hondo, sintiendo que se estaba acalorando por sus propias palabras. La baronesa tragó saliva, debido a que Jade planeaba sacrificar a la princesa Leonor para acortar su camino a ocupar el trono. No estaba segura de cómo informarle de esto a su amiga sin temor a que descargara su ira contra ella por traerle malas noticias.

Fue ahí que escucharon las alarmas que indicaban que un prisionero peligroso escapó de las celdas.

De inmediato, cuatro soldados se acercaron al rey, lo rodearon dándole la espalda y le dijeron:

– Su majestad, no se preocupe, nosotros lo protegeremos.

– Iré a ver a su hija – dijo Montse, procediendo a salir de la oficina del rey, cuando éste la detuvo.

– Será mejor que se quede, señora. Estoy seguro de que mi hija estará bien. Ella sabe cuidarse sola.

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Dunga se encontraba de nuevo en la celda pero, esta vez, estaba siendo atendido por un par de enfermeros que le vendaron las heridas de los brazos y las piernas. Uno de ellos le dio de beber un líquido de mal sabor, diciéndole que era un relajante que le aliviaría el dolor. El soldado que lo capturó, por su parte, procedió a atarle las muñecas y los tobillos en la camilla, debido a que sabía bien que ni sus heridas serían un impedimento para atacar a uno de los enfermeros, nadie más lo volvería a subestimar.




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