La princesa del país perdido

Capítulo 13: La mujer pálida

Fue cómo si el mundo se hubiera convertido en un lienzo blanco y ardiente. No podía ver nada, solo sentía una intensa sensación de calor y un abrumador miedo. Inexplicablemente podía sentir a mi corazón latir con fuerza desde el mundo terrenal hasta llegar a mí, como si entre mi cuerpo físico y yo hubiese una especie de hilo que nos unía pese a estar separados entre planos de existencia distintos.

  La sensación de caída libre persistió por unos segundos más y mis manos se agitaban en busca de algo a lo que aferrarme, pero era obvio que no encontraría nada. El tiempo pareció detenerse en el infinito blanco, y mis gritos eran ahogados en aquel instante.

  Y entonces, en un abrir y cerrar de ojos, la luz se desvaneció y mi espalda besó el suelo en un impacto que, aunque no era tan devastador como el de alguien cayendo desde varios pisos, aún así provocó una punzada de dolor. Algo que creí imposible pues en mi condición supuestamente no debía sentir sensaciones físicas como el dolor. Sin embargo, ahí estaba, recordándome que estaba viva. El daño fue como si me hubiera caído de un camarote.

  Me quedé tirada en el suelo, incapaz de moverme durante un rato más, intentando recuperar el aliento y asimilando la extraña transición que acababa de experimentar. Ya no estaba en las afueras del castillo, sino de regreso en una de las tantas habitaciones oscuras que este tenía.

  Tumbada allí, con mis extremidades extendidas y ligeramente dobladas, mis ojos se posaron perdidamente en el oscuro techo del lugar. Supongo que de haber tenido un espejo hubiera descrito mi mirada como el reflejo del asombro, la confusión y el inquebrantable deseo de comprender la situación en la que me encontraba.

  En medio de la penumbra una sensación conocida empezó a inundar mi mente. Eran los registros akáshicos y esta vez ya no estaban bloqueados como antes, sino que fluían con claridad renovada. Sin embargo, incluso con este acceso a la vasta información, no encontré ninguna respuesta clara sobre cómo liberarme de este lugar en el que me encontraba atrapada.

  El libro de la vida era rico en conocimiento, pero... ¡Maldición! ¡Parecían guardar celosamente el secreto de mi escape!

  La frustración se mezclaba con mi asombro. ¿Cómo podía ser que tuviera acceso a la fuente de la sabiduría, y aún así me encontraba pérdida? Mi mente buscaba desesperadamente las respuestas una y otra vez de como volver a mi realidad.

  Pero nada...

  Después de varios intentos, me senté en el suelo y me abracé a mí misma. Mis rodillas se acercaron a mi pecho, y oculté mi rostro en ellas, sintiéndome como la criatura más indefensa del mundo. Temía a que ese monstruo regresara para llevarme, y maldije a Bram un montón de veces por irse y dejarme aquí. La búsqueda de respuestas y los misterios de Camavelia ya no me interesaban, ni tampoco el pasado de la princesa y la clave de la inmortalidad (si es que existió alguna vez en este lugar). La promesa de conocimiento y aventura que antes me había impulsado se desvaneció, ya que me aterraba la idea de volver a encontrarme con ese espectro, tan solo pensar en él me hacía temblar más.

  Mi deseo de volver a mi vida cotidiana, lejos de este extraño lugar, se volvió más fuerte que nunca. Anhelaba volver a ser la persona que era, con preocupaciones normales y tal vez, taaal veez... empezar a tener sueños simples. Mis pensamientos daban vueltas ahora en busca de posibles planes para el momento en que finalmente lograra salir de Camavelia. Las ideas revoloteaban en mi cabeza mientras contemplaba cómo convencer a Henry y al grupo de que era imperativo abandonar el maldito parque de diversiones.

  Imaginaba como podría plantear la situación y que argumentos utilizar para persuadirlos de que quedarnos más tiempo solo nos traería problemas. Incluso consideré la idea de causar un alboroto para traer la atención de los responsables del Rumity Mundi, con la esperanza de que nos expulsaran.

  Fueron tantas ideas que murieron rápidamente cuando escuché no muy lejos de mí, el repentino masticar de alguien, provocadome un sobresalto del susto. Era un masticar que parecía rítmico pero a la vez perturbador, como si algo o alguien estuviera comiendo de manera mecánica en la oscuridad. La curiosidad y preocupación se apoderaron de mí. Mis ojos se ajustaron lentamente a la penumbra, y poco a poco comencé a distinguir los contornos de las cosas a mi alrededor. Fue entonces cuando me dí cuenta de que me encontraba en un lugar completamente distinto a las habitaciones que antes había cruzado; estaba en el salón del comedor del castillo.

  El salón estaba decorado con opulencia, con una gran mesa larga y poco más de una docena de elegantes sillas dispuestas alrededor de esta. Las paredes estaban adornadas con tapices de sus símbolos y emblemas familiares, también habían lámparas de éter colgantes pero estaban sucias y apagadas. Podía sentir la atmósfera cargada de una extraña sensación y melancolía.

  El sonido del masticar mecánico persistía, y mis ojos finalmente se posaron en la figura solitaria al final de la larga mesa. Para mi sorpresa y asombro, volví a encontrarme a la reina Hendrika, cuya presencia trajo una sensación de calma a mi inquietud. Aunque extrañamente ella estaba vestida con ropas gastadas y raídas, pero su semblante seguía siendo majestuoso. Sus rasgos pálidos y desdibujados parecían reflejar la tristeza del lugar.

  La tenue luz de la luna que entraba por los ventanales abiertos era la única iluminación en ese salón. Supuestamente no había viento entrando al interior, ya que ninguna cortina o mantel se movía siquiera para corroborarlo, pero Hendrika exhalaba un aliento de humo, al igual que una persona que tiene mucho frío y no logra calentarse.

  Frente a ella, sobre la mesa, se encontraban un vaso y una jarra de arcilla, acompañados de un enorme y crujiente pan, del cual arrancaba pequeños trozos para llevarlos a la boca. Desde mi alejada posición, pude notar su mirada perdida mientras su rostro descansaba en su mano izquierda, con el codo sobre la mesa. También pude escuchar uno que otro suspiro, de esos que evocan recuerdos lejanos de tiempos mejores; tiempos que nunca regresarán y que nunca se podrán recuperar.




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