La Princesa Desconocida

PARTE DE LA NOBLEZA

ABBIE

Desde el primer momento en que la tomé en mis brazos, supe que estaba condenada a protegerla, aún si eso significaba esconderla del mundo.

Era tan pequeñita, con un llanto suave como un suspiro y una expresión de asombro, como si el mundo la hubiese sorprendido desde el primer aliento. La marquesa Ema no quiso ni mirarla. Ni una caricia, ni una palabra.

A nadie en el palacio le gustaban los llantos de los recién nacidos, y menos aún si eran de una niña.

—Tú sabrás qué hacer con ella, Abbie —me dijo con voz débil, sin mirarla, como si lo que llevaba en brazos no fuera su propia sangre. Solo me la entregó, como si fuera un encargo cualquiera. Pero para mí, ella no era cualquier cosa. Era... mi niña.

Yo no sabía qué decir. Había deseado cuidar de un niño toda mi vida, pero nunca imaginé que una noble me confiaría a su hija. Pensé que sería algo temporal... que quizás, con el tiempo, cambiaría de opinión. Pero no lo hizo.

Nadie más pareció interesarse por esa niña. Ni su madre. Ni su padre. Ni siquiera los criados que tanto servían a Ema en otros asuntos.

Así que la abracé.

La llamé Iridesa, porque creí que su destino debía ser luminoso, aunque naciera entre sombras.

Los primeros años fueron silenciosos. Yo no podía quedarme en el palacio, así que pedí permiso para vivir fuera, alegando que la niña estaba enferma y necesitaba aire puro. La reina me concedió una pequeña cabaña cerca del bosque. Le agradecí con todo mi corazón.

Iridesa creció creyendo que era hija de una marquesa demasiado ocupada para criarla. Yo nunca le mentí, pero tampoco le dije la verdad. Me bastaba con que me llamara "nana" y corriera a esconderse bajo mi falda cuando tenía miedo.

Desde pequeña fue lista. Aprendía rápido, imitaba mis gestos, me corregía las palabras cuando me equivocaba. Tenía una mirada aguda, más parecida a la de una noble que a la de una campesina, pero nadie parecía notarlo. O tal vez sí... y simplemente callaban.

Preguntaba por qué su madre no venía a verla. Por qué no usaba vestidos tan bonitos como los de las niñas nobles. Por qué otros niños la miraban raro en el mercado.

—Porque eres especial —le decía, y eso bastaba por un tiempo.

Pero con los años, las preguntas fueron cambiando.

—Nana... ¿yo soy una molestia?

—Jamás, Dessi —le respondí, usando el apodo que ella prefería, conteniendo el temblor de la voz—. Tú eres lo mejor que me ha pasado en esta vida.

Y lo decía de corazón. Pero yo también sabía que eso no sería suficiente para siempre.

La llevé a la aldea a veces. Quería que supiera lo que era el mundo. Que no creciera dentro de las paredes de una mentira. Allí conoció a Sussu, la hija del panadero, y se hicieron amigas. Corrían entre los campos, se reían bajo la lluvia y regresaban con barro en las botas.

A veces, cuando la gente la miraba con extrañeza, yo fingía no notarlo. Era demasiado hermosa, demasiado elegante para alguien de nuestro nivel. Había algo en su porte... algo real, noble, distinto.

Los años pasaron. Ella me preguntó más de una vez por su madre.

—¿La marquesa Ema? —le dije una vez, sin pensar—. Fue quien te dio la vida.

—¿Y por qué no me quiso?

No supe responder. Solo la abracé.

A los trece, Iridesa ya sabía coser, leer los nombres de los libros antiguos que le traía Elias, y hacer pan casi tan bueno como el mío. Pero también sabía que su lugar en el mundo estaba difuso. Tenía modales de noble, instinto de libertad y una tristeza que no era normal en una niña de su edad.

Una tarde, la encontré sentada en el umbral de la casa, con la mirada puesta en el cielo nublado.

—Un día me iré a la capital, nana —dijo sin mirarme—. Trabajaré duro, ganaré dinero y te cuidaré. Seré feliz. Sin molestar a nadie más.

Quise detenerla. Gritarle que no tenía que irse. Que aún era mi niña. Pero vi en sus ojos la misma decisión que vi hace años en alguien más.

Así que solo asentí, como una madre que sabe que su hija ha crecido.

—Llévate esto —le di un brazalete antiguo, con un pequeño símbolo grabado—. No lo muestres a nadie... pero si alguna vez necesitas ayuda, quizás alguien lo reconozca.

Y se marchó.

A la semana siguiente me dejó una carta.

La encontré sobre la mesa, escrita con la letra firme que le enseñé:

"Mi amada niñera Abbie:
No me esperes. Iré a vivir a la capital, trabajaré duro y seré feliz sin molestar a nadie más.
Gracias por todo.
No me olvides."

Lloré. No porque se fuera, sino porque la había criado para ser libre.
Y ahora, sin saberlo, había salido al mundo sin linaje, sin pasado...
...pero con un corazón capaz de desafiarlo todo.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.