Iridesa
Nunca había visto tantas casas grandes juntas. Nunca había escuchado tantos ruidos al mismo tiempo.
Y nunca me había sentido tan... fuera de lugar.
La capital olía a pan recién horneado, a carbón, a perfume caro y a orgullo. Caminé entre calles empedradas sin detenerme a mirar a los lados. No quería parecer perdida, aunque lo estuviera. El papel doblado que llevaba en el bolsillo anunciaba que la Casa Sonder necesitaba ayuda doméstica. Sonaba como algo que yo podía hacer. Algo que podía aprender, al menos.
La verja de la mansión me pareció una jaula al revés: la reja no me encerraba, pero sí parecía decirme que no pertenecía a ese lado.
Un joven con uniforme negro me miró desde la entrada. Tenía cara de fastidio y la actitud de quien cree que ya ha visto todo... y no le gusta nada.
—¿Qué deseas? —me preguntó sin esfuerzo por sonar amable.
—Vengo por el aviso —dije, y levanté la barbilla, aunque mis pies dudaban—. Mi nombre es Iridesa.
Él frunció el ceño, como si hubiera dicho una grosería.
—¿Tú? ¿Una campesina? Aquí no aceptamos a cualquiera. Este puesto es para alguien recomendado, con experiencia, no para...
No me dejó terminar, pero yo sí lo interrumpí a él.
—Sé coser. Cocinar. Leer. Hacer cuentas. Mantener limpio un hogar. Y mantenerme de pie —dije de corrido, sin respirar, antes de que mi valor se esfumara—. No necesito que me defiendan. Solo necesito una oportunidad.
El silencio se volvió pesado. Ya me veía de vuelta a casa con los bolsillos vacíos y la dignidad colgando de los hombros... cuando una voz clara se alzó detrás de él:
—¿Qué pasa aquí?
Una joven apareció al otro lado del portón, vestida como en los libros que solía leer con Abbie. Elegante. Segura. Curiosa. Su abrigo era lila, sus ojos afilados como cuchillos envainados.
—Una plebeya que vino por el puesto, mi lady —dijo el criado, bajando la cabeza.
—¿Cuál es tu nombre? —me preguntó ella.
—Iridesa, señora.
—¿Y qué sabes hacer?
—Todo lo que dije antes —repetí, pero esta vez con más firmeza—. Y más, si se me da la oportunidad.
Ella me observó en silencio. Sus ojos se posaron en mis manos, luego en mis botas con barro seco, luego en mi rostro.
—¿No te asustas fácil?
—No, señora.
—¿Ni siquiera si te digo que esta casa ha despedido a tres chicas esta semana?
—No si fue porque no sabían hacer su trabajo.
No lo dije con arrogancia. Lo dije porque era verdad.
Ella se rio. No fuerte. Pero una risa real.
—Eres valiente... o tonta.
—A veces es lo mismo —le respondí. Y me creí mis propias palabras.
Ella sonrió como si acabara de descubrir algo divertido. O útil.
—Bien. Hoy te quedarás. Será una prueba. Si sirves, te quedas. Si no, te vas sin quejarte. ¿De acuerdo?
—De acuerdo.
Entonces supe que no podía fallar.
El criado me guio por el sendero hasta la parte trasera de la casa, murmurando cosas que no me importaban. Yo solo pensaba en lo que me esperaba: ollas, trapos, tal vez alguien gritándome al oído. No me importaba.
No era mi lugar aún... pero era un comienzo.
Y esta vez, no pensaba marcharme por la puerta trasera.
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intercambio de identidades, relaciones madre-hija, protagonista fuerte pero humilde
Editado: 21.07.2025