Richard comenzó por lo básico: buscar pistas y preguntar en la posada. A pesar de la urgencia que lo apremiaba, se acercó a la mesera y al dueño del lugar para preguntar si habían notado algo fuera de lo común, o si habían visto a una joven con ojos celestes claros y largo cabello castaño. Sin embargo, ninguno recordaba haber visto nada inusual; los clientes iban y venían constantemente, y no prestaban atención a detalles específicos. Ante la falta de respuestas, Richard pasó al siguiente paso: contactó a sus informantes y se dedicó a recabar toda la información posible.
Su aspecto actual no le hacía ningún favor. La ansiedad y la desesperación se reflejaban en su rostro, y las personas a su alrededor lo evitaban, viéndolo como una fuente potencial de problemas. Sin embargo, en medio del rechazo general, un niño pequeño, sin temor alguno ante su apariencia intimidante, se le acercó y, con inocencia, le contó que había visto a una joven de cabello castaño. No recordaba el color de sus ojos, pero sí que había pasado corriendo por la plaza hacia el callejón al frente, perseguida por dos hombres. Richard, lleno de esperanza, se dirigió de inmediato hacia ese lugar.
Al llegar al final del callejón, su corazón se detuvo al ver lo que encontró: una capa tirada en el suelo. La capa de Elysia. Para él, esto confirmaba sus peores temores: Elysia había sido secuestrada. Al menos, eso creía en ese momento.
La búsqueda se intensificó rápidamente. Richard se dedicó por completo a rastrear cualquier pista. Pensaba que no debían haber ido muy lejos y formuló varias hipótesis, haciendo listas de posibles sospechosos: nobles en la zona, mercenarios que operaban en los alrededores, incluso gente común. Pero hubo algo que lo inquietó profundamente: recibió información sobre la presencia de un hombre en el pueblo, alguien que conocía bien a Elysia, alguien que trabajaba en el palacio. No era otro que Ryan Grayson, el comandante de los caballeros privados del emperador Alfonso.
Ryan había sido el encargado de proteger a los príncipes durante su infancia y adolescencia. Era tan cercano a ellos que los príncipes lo veían como a un tío, casi como a un segundo padre. ¿Qué hacía él en este lugar? ¿Podría haber encontrado a Elysia? A pesar de haber sido cautelosos en sus movimientos, ¿acaso había logrado seguirles el rastro? Y si era así, ¿la había secuestrado él? Estas preguntas rondaban la mente de Richard, quien ahora centró su búsqueda en encontrar a Ryan, quien probablemente aún andaba por la ciudad.
Pobre Elysia, su conciencia estaba nublada. Se sentía cansada, adolorida, con una pesadez inusual que no entendía. ¿Qué estaba ocurriendo? ¿Dónde estaba? Algo le cubría los ojos, impidiéndole ver. Intentó recordar sus últimos momentos antes de caer en esta oscuridad. Bajó de su cuarto en la posada, se dispuso a salir a la calle cuando notó que el tinte de su cabello se estaba desvaneciendo, revelando destellos del blanco plateado que la caracterizaba. Y luego... ¿qué pasó después?
Recordaba haber dado una vuelta rápida por los alrededores de la posada. No había tiendas abiertas, así que decidió regresar. Sí, regresó, subió a su habitación, se dirigió al baño... y entonces. Vio algo, alguien reflejado en el espejo. Intentó cerrar la puerta rápidamente, pero fue demasiado tarde. El hombre empujó la puerta con fuerza, logrando entrar. Hubo un forcejeo, cosas cayeron al suelo. ¿Y después? Todo se volvió negro. ¿Recordaba el rostro del hombre? No, llevaba una capucha.
Elysia tosió débilmente; tenía sed. ¿Cuánto tiempo había pasado desde entonces? Intentó moverse, pero algo sujetaba sus brazos. No solo estaba atada, sino esposada, con cada brazo asegurado a extremos opuestos. ¿La habían secuestrado? ¿Iban a venderla? ¿A matarla? El miedo la invadió, y con él vinieron los dolores, en los brazos, en las piernas, y especialmente en las muñecas, donde las esposas se le clavaban en la piel. Se sintió cada vez más angustiada, como si la oscuridad a su alrededor la estuviera tragando.
Con voz apenas audible, susurró:
—¿Hay alguien...? Por favor...
El tiempo transcurrió sin piedad para Elysia. No podía saber con certeza cuánto había pasado: podrían haber sido horas o días. Su mente, debilitada por el cansancio y la falta de agua, la arrastraba entre breves momentos de sueño y dolorosos despertares. La incomodidad constante la mantenía al filo de la conciencia, como si estuviera atrapada en un interminable ciclo de agonía.
De repente, un estruendo rompió el silencio. Era un sonido fuerte, metálico, que resonó a su alrededor. Elysia, alertada, sintió cómo unos pasos se acercaban lentamente. Con voz ronca, casi inaudible, suplicó:
—Alguien... p-por favor... necesito agua...
Su garganta estaba tan seca que apenas pudo articular las palabras. Unos segundos después, sintió algo frío y líquido caerle desde la cabeza, recorriendo su rostro y cuerpo. Al principio pensó que era agua, pero la sensación de ahogo la golpeó de inmediato; no era para calmar su sed, sino para asfixiarla. El líquido empapó el trapo que cubría su cabeza, bloqueando su respiración. Tosió y se retorció, intentando tomar aire, hasta que alguien le arrancó la tela de un tirón.
Parpadeó ante la luz tenue, tratando de enfocar su vista. Frente a ella había un hombre de aspecto tosco. Era de edad avanzada, pero su cuerpo se veía fuerte y amenazador, con cicatrices que cruzaban su piel curtida. El rostro del hombre transmitía una frialdad absoluta.
—Por favor... —suplicó Elysia, las lágrimas empezando a acumularse en sus ojos—. ¿Qué es lo que necesitas? Puedo darte lo que sea, te lo prometo...
El hombre la miró con desdén y respondió con una voz grave, tan profunda que hizo temblar aún más a Elysia.
—Todo no.
Elysia, entre sollozos y con la voz quebrada, repitió:
—¿Qué es lo que quieres de mí...? No entiendo... ¿Por qué me haces esto?
El hombre soltó una risa seca y amarga.
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Editado: 13.11.2024