La princesa está rodeada de tiranos

Capítulo 14

Elysia no sabía cuánto tiempo había pasado. Los días y noches se mezclaban en una nebulosa de dolor, hambre y angustia. La pregunta constante en su mente era: ¿Dónde estaba Chad? Él se suponía que estaría allí para protegerla, era su guardián, su espada y su escudo. Pero no podía culparlo; ella había roto el acuerdo. Chad le advirtió que no saliera de la posada. Ese era el trato, pero ella lo había ignorado.

¿Y Karim? ¿Estaría preocupada? ¿Sabría lo que le había pasado? Elysia sentía un vacío en el pecho al pensar en sus amigos, en las personas que dejó atrás. Los extrañaba desesperadamente.

Los golpes continuaban, una y otra vez, como un martilleo constante que no le daba tregua. ¿Cuánto tiempo llevaba en esa celda? No lo sabía. La mantenían viva, pero sin ninguna explicación. Intentó escuchar, obtener alguna pista, pero todo era confuso. Y su mente… su mente estaba al borde del colapso. Cada vez que trataba de razonar o recordar, sentía que se hundía más en un abismo de desesperación.

En varias ocasiones, intentó negociar su libertad con el joven que la alimentaba. Le ofreció riquezas, tierras, títulos nobiliarios. Le prometió incluso casarse con él si deseaba ser un noble. Se arrastró, suplicó, ofreció todo lo que tenía. Pero cada intento solo la hundía más en la crueldad del viejo hombre. Las marcas en su piel eran el resultado de esos intentos fallidos. Cicatrices y moretones adornaban su cuerpo, un recordatorio del precio de su desesperación.

Pero aún le quedaba una carta. Era su última opción, una apuesta desesperada. Esperó a que el viejo hombre entrara a la celda. Lo miró con determinación, aunque su voz temblaba de debilidad.

—Tengo algo más grande, algo que podría darte una verdadera gloria para ti y tu hijo —dijo Elysia, sus palabras apenas un susurro. Sentía que el aliento le faltaba, pero continuó—. Podrían hacer lo que quisieran en el imperio. Podrían tener la protección del mismísimo emperador.

El hombre se quedó en silencio por un momento, su mirada fija en ella, escudriñando cada palabra. Luego sonrió con burla.

—La única forma de obtener eso sería si yo fuera un príncipe. Y soy más viejo que tu propio padre —respondió con desprecio.

Elysia mantuvo su mirada firme, ignorando el temblor en sus piernas, la debilidad que la hacía tambalearse.

—Así es —respondió ella, con una voz que cargaba todo el peso de su desesperación—. Podrían darte un ducado. Te tratarían como a un príncipe a ti y a tu hijo. Incluso podrías enfrentarte a Raymond, y te garantizo que no saldrías herido.

El hombre la observó con atención. La expresión en su rostro era inescrutable. Luego, con un movimiento brusco, tomó el palo que había usado para golpearla tantas veces y lo puso contra su cuello, presionando apenas lo suficiente para que sintiera la amenaza.

—Nunca pensé que la única princesa de este imperio se rebajaría tanto para salvar su vida —dijo, con un tono entre incrédulo y divertido—. ¿Realmente quieres vivir tanto?

Elysia, con los ojos llenos de lágrimas y el corazón latiendo a mil por hora, lo miró directamente a los ojos. La furia y la desesperación se mezclaban en su voz.

—Sí, quiero vivir. Quiero terminar con este dolor, quiero experimentar lo que aún no he podido vivir. Quiero ser realmente libre.

Por un momento, el silencio llenó la celda. Elysia temblaba, pero no de miedo, sino de una rabia latente, una voluntad de sobrevivir que no había sentido antes. Parecía que los golpes del hombre la habían forjado, como un hierro en la fragua, volviéndola más resistente, más decidida.

El hombre soltó el palo y comenzó a reírse, una carcajada profunda y resonante que rebotaba en las paredes de la celda.

—¿Qué es lo que me tienes que decir, niñita? —preguntó el hombre, inclinándose sobre ella con una sonrisa torcida.

Elysia levantó la mirada, sus ojos apagados y cansados, pero llenos de una determinación que parecía casi antinatural.

—Sé quién mató a mi madre —dijo, su voz apenas un susurro.

Por primera vez, el hombre pareció realmente sorprendido. ¿Qué? Cuando la emperatriz Carmelía había sido asesinada, todo el imperio quedó en shock. El emperador había enloquecido buscando al culpable. Había ofrecido una recompensa exorbitante: quien entregara al asesino sería tratado como un príncipe, aunque sin derecho a sucesión. Sin embargo, cualquiera que presentara pruebas falsas sería ejecutado sin piedad. Y así fue; el emperador no tuvo reparo en asesinar a los que trataron de engañarlo. El caso había quedado como uno de los crímenes perfectos del imperio, un misterio que nadie había logrado resolver. Entonces, ¿cómo era posible que Elysia lo supiera?

El hombre entrecerró los ojos, observándola con desconfianza.

—¿Y si te saco la información a golpes mejor? —gruñó, antes de golpearla brutalmente con el palo.

Elysia cayó al suelo, su cuerpo temblando por el impacto, su boca llena de sangre. Entre vómitos y lágrimas, levantó la cabeza, sosteniendo la mirada del hombre.

—No puedes matarme —escupió—. Me necesitas para justificarlo. Sin mí, el emperador te asesinará.

El hombre se quedó mirándola por un momento, su expresión fría y vacía, como si estuviera considerando sus palabras. La princesa del imperio, la niña querida del emperador, estaba frente a él en un estado deplorable: sucia, débil, suplicando como una rata acorralada. Ella continuó, con desesperación en su voz:

—Debes dejarme vivir. Podemos partir ahora mismo. Yo diré que me rescataste de quienes me secuestraron, y te darán la recompensa. Yo testificaré a tu favor.

El hombre la observó con una expresión indiferente. Por un segundo, Elysia creyó que tal vez la consideraría. Pero entonces, su rostro se torció en una sonrisa amarga.

—Buen intento, niñita, pero no estoy seguro de que eso sea lo que realmente deseo.




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