La prisionera del comandante

Capítulo 1

Cruel... esa era la única palabra que me venía en mente para describirlo, aunque no lograba explicar exactamente por qué. No me gustaba ese hombre, no me gustaba su mirada, ni su sonrisa torcida, mucho menos el modo en el que movía sus largos dedos alrededor de su bastón mientras me contemplaba de forma prolongada… demasiado prolongada. Un escalofrío me recorrió la espalda. Para no ver más sus ojos color miel, me centré en las enormes entradas de cabello negro que alargaban su frente. Debía tener al menos unos cincuenta años, sino es que más, pero su edad era lo de menos, lo desconcertante era el aire siniestro de su rostro. ¿Cómo alguien me podía causar tanta aversión a tan solo unos segundos de conocerlo? Ni siquiera había dicho ni media palabra y yo ya me había estremecido de horror dos veces. La crueldad que se reflejaba en su mirada me tenía demasiado desconcertada. La señora Morris nos enseñaba a no juzgar extraños sin antes conocerlos, decía que todos merecíamos el beneficio de la duda, pero en este caso iba a desestimar su consejo, el hombre ante mí bien merecía ser la excepción.

Me ordené mentalmente despabilarme e intenté esquivarlo por un flanco para poder seguir mi camino, pues me quedaba claro por su postura corporal que él no tenía la menor intención de quitarse de enfrente. Con agilidad felina, el hombre dio una zancada para volverme a cortar el paso.

—¿Tienes prisa? —me preguntó con un brillo perturbador en los ojos, como si se estuviera imaginando cientos de escenarios que estaba segura que no me gustaría conocer.

—Sí, la tengo, señor. Por favor, permítame pasar —le pedí con voz ahogada por lo vulnerable que me sentía ante él, parecía dispuesto a saltarme encima en cualquier momento y el camino estaba bastante desierto a estas horas.

—¿Te esperan tus padres?

La pregunta fue como una daga directo al corazón, la punzada ardiente amenazó con doblarme sobre mí misma, pero la alarma de peligro inminente que se había disparado en cuanto el hombre se plantó frente a mí y que seguía activa, no me permitió hundirme en mi dolor. 

Negué, insegura.

—¿Esposo?

Volví a negar. El hombre arqueó una ceja.

Di un paso hacia atrás, tratando de que la distancia pudiera servirme de protección contra él. No era un hombre corpulento, al contrario, era larguirucho, pero había cierta oscuridad en su mirada que me indicaba que era capaz de hacer mucho daño si se lo proponía. Mi corazón me decía que lo mejor era alejarme lo antes posible, pero él seguía cortándome el paso mientras intentaba deducir si alguien me esperaba.

El hombre volvió a recorrerme con la mirada, entonces reparó en la sencillez de mi atuendo, sus ojos hicieron una pausa en los parches sobre la tela, lo deshilachado del fondo de la falda… adivinó al instante. 

—¡Eres una de las huérfanas de la señora Morris! —exclamó con maliciosa alegría.

Su atinada conclusión acicateó mi orgullo. Podía ser huérfana y vivir bajo el techo de la señora Morris, pero era mucho más que esa circunstancia temporal.

—Mi nombre es Lea Avery —expresé llena de dignidad, pero de inmediato me arrepentí de darle mi nombre a un personaje tan siniestro. Algo me decía que con él convenía más mantenerse en el anonimato, que supiera lo menos de mí que fuera posible.

—Ya veo… —dijo sin quitar la sonrisa retorcida—. Y dime, ¿te tratan bien en el orfanato? ¿Te dan de comer lo suficiente? Te ves algo delgada, seguro que te hacen pasar hambre.

Negué desconfiada, sin entender a dónde iba con esas preguntas, pues dudaba mucho que le importara mi bienestar.

—¿Segura? Me imagino que sufren muchas carencias… hay demasiadas huérfanas y muy poca voluntad para ayudarlas, en el reino hay tantas necesidades que es fácil olvidarse de los más desfavorecidos. En Encenard cada quien está enfocado en salir adelante uno mismo.

—Tengo lo necesario —dije de forma arisca.

—Lo dudo, nada más hace falta ver esos trapos que traes encima para saber que lo pasas mal —refutó con desdén, haciéndome sentir poca cosa y acrecentando mi urgencia por poner fin a nuestra interacción—. Es una pena que una joven tan linda como tú deba sufrir privaciones. Parece hasta antinatural, ¿no lo crees? Sabes, yo soy un hombre rico. Toda mi vida he tenido buena cabeza para los negocios y ha sido muy sencillo hacerme de una vasta fortuna. Cualquier cosa que imagines, la puedo comprar.

Me le quedé viendo sin saber qué decir, ¿esperaba una felicitación? ¿A mí qué más me daba si tenía o no dinero? Su vida me era por completo indiferente siempre y cuando se quitara de mi camino.

—Me alegro por usted. Ahora debo irme.

Acompañé mi declaración con otro intento de alejarme, esta vez dándome la media vuelta para huir por el camino por el que venía. Ya ni siquiera me importaba llegar al mercado, le inventaría alguna excusa a la señora Morris con tal de poder poner fin a este encuentro. Comeríamos lo que quedara en la alacena e iría por las compras otro día, de preferencia acompañada.

Mi cuerpo hizo un alto brusco en cuanto el hombre me pescó del brazo. Su feroz agarré no solo me impidió moverme, sino que de un jalón me forzó a girarme para volverlo a encarar. Un leve chillido, mezcla de miedo y dolor, escapó de mis labios en cuanto nuestras miradas se cruzaron. Sus ojos miel refulgieron con irritación, mi intento de huir no le había hecho la menor gracia.




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