La prisionera del comandante

Capítulo 3

Aferré mis manos al bulto que cargaba. Todo lo que tenía en este mundo estaba aquí dentro de esta sábana. Dos vestidos, mi peine casi sin cerdas y el anillo de mi padre.

Esta no era la primera vez que transitaba por la avenida principal de Encenard, ya muchas veces antes había venido cuando me tocaba ir al mercado por los alimentos para el orfanato. Sin embargo, hoy me sentía asustada y vulnerable. Brincaba cada que escuchaba un ruido fuerte y me contraía cuando alguien pasaba demasiado cerca de mí. Era porque de nuevo me sentía sola. Ya no tenía la protección del orfanato, ya no era una de las niñas de la señora Morris, ahora era una mujer sola que tenía que valerse por sí misma.

La panadería destacaba por el bonito aparador en el que se mostraban las creaciones culinarias del día. Suculentos pasteles, panes que parecían deshacerse en la boca. Era un establecimiento elegante; según me había dicho la señora Morris, muchas personas de dinero venía a comprar ellas mismas en lugar de mandar a sus sirvientes, pues amaban el aroma y el ambiente de la panadería. Por eso los Austin necesitaban a una ayudante que fuera educada y de buenos modales, cualidades que yo cubría, ya que su clientela era bastante distinguida.

Una campanita colgada en la parte superior de la puerta anunció mi entrada. Un hombre obeso de barba y tez rojiza salió de la trastienda al instante.

—¿Señor Austin? Soy Lea Avery, la señora Morris me envió —me presenté tímidamente.

Los ojos del hombre se iluminaron al escuchar el nombre de la encargada del orfanato.

—¡Lea, bienvenida! —exclamó en tono amigable—. Tom, ven a ver quién está aquí.

En ese momento, un muchacho unos años mayor que yo, con la misma constitución y tez rojiza que su padre, salió a recibirme.

Sin perder tiempo, el chico me tendió la mano.

—Mucho gusto, Tom Austin —se presentó.

—Lea Avery —respondí sintiéndome un poco menos vulnerable al ver la actitud amable de mis nuevos patrones.

—Acompáñame, te enseñaré el lugar —dijo el señor Austin con una sonrisa de oreja a oreja.

En la parte de enfrente, la panadería contaba con un mostrador, varios escaparates y una mesita color azul. Detrás del mostrador había un acceso que daba a la cocina donde había un horno, una amplia mesa donde amasaban y otra donde preparaban los pasteles. Lo mejor del lugar era el delicioso aroma que inundaba cada rincón. Al fondo de la cocina había una escalera de caracol que llevaba a un diminuto cuarto en la parte superior. En la esquina había una colchoneta en el suelo con varias mantas encima y del otro lado una tina circular. Aquí iba a dormir. El panadero y su hijo vivían en una casa a un par de cuadras de aquí, así que por las noches me quedaría sola en el local. Aquello no me molestaba en lo más mínimo y lo prefería a compartir la vivienda con dos hombres extraños. Además, llevaba cuatro años compartiendo una sola recámara con 27 chicas, tener una habitación propia, aunque fuera diminuta, era fantástico.

—Sé que no es gran cosa, pero espero que estés cómoda —expresó el señor Austin.

—Lo estaré, les agradezco mucho su hospitalidad —dije, retribuyendo la amabilidad que ellos me estaban mostrando.

Dejé mis cosas en mi nueva habitación y me puse manos a la obra al instante.

A pesar de que los hombres Austin evitaban cargarme la mano por ser mi primer día, era evidente que el trabajo los sobrepasaba. Los clientes no dejaban de llegar, la campanita de la entrada sonaba sin cesar, lo que significaba que había que hornear y hornear sin tregua para satisfacer la demanda. Además, había que mantener el lugar limpio y el aparador presentable.

Para cuando llegó la hora del cierre yo estaba molida. Limpiamos y dejamos todo listo para el día siguiente, luego el señor Austin y su hijo se retiraron a su hogar. Subí a mi habitación y me dejé caer en la colchoneta. Caí rendida al instante.

 

*****

 

Me encontraba limpiando los estantes del aparador. Tom tarareaba una canción de forma distraída en el interior de la cocina. El señor Austin había salido a adquirir algunos insumos que requeríamos. Llevaba una semana trabajando en la panadería y, aunque había días que sentía una inexplicable melancolía por el orfanato, debía admitir que mi nueva situación se me hacía bastante llevadera. La pesada carga de trabajo no me dejaba tiempo para lamentarme por mi pasado ni estar dándole vueltas a mis recuerdos.

Tom caminó hacia el aparador con una bandeja de croissants recién salidos del horno.

—Huele delicioso —observé. 

—Eran los favoritos de mi madre. Los preparaba casi a diario en Wradena —dijo en tono melancólico.

Su comentario me hizo dar un respingo. En dos simples frases había roto todas las reglas no escritas que sostenían al reino:

1.- Nunca hablar de los que ya no estaban.

2.- No mencionar nuestros lugares de origen.

3.- Dejar el pasado atrás.

Ahora vivíamos en Encenard, este era nuestro nuevo reino. Los lugares que nos vieron nacer eran cenizas, la guerra los había destruido y era demasiado doloroso pensar en ello. Por eso nadie quería mencionarlo, bien sabíamos que aquí todos éramos refugiados de guerra, no había necesidad de decirlo, ni de mencionar a quienes no habían sobrevivido.




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