El hombre que entró a la panadería distaba mucho de ser el típico cliente. No solo debido a su vestimenta sencilla y desgastada, pues quién era yo para juzgar lo mismo que yo tenía, sino por la expresión de absoluta angustia de su rostro. Aquí la gente venía de buen humor. Los clientes que recibíamos normalmente eran personas de cierto estatus que gustaban de venir a elegir sus propios placeres culposos en lugar de mandar a su servidumbre, aunque también atendíamos de vez en cuando al mozo que traía un encargo azucarado en específico. Pero el hombre que caminaba tembloroso hacía el mostrador no parecía ser ni uno ni lo otro.
—¿Puedo ayudarlo en algo?
El hombre me miró con actitud derrotada.
—Mi nombre es Alan Bastier. Estoy buscando a mi esposa, ¿la ha visto? —me preguntó en tono nervioso.
Esperé a que dijera algo más, pero el hombre solo me miraba aguardando mi respuesta. Se encontraba tan afectado que ni siquiera estaba tomando en cuenta el hecho de que yo no lo conocía, ni mucho menos a su esposa, así que no tenía manera de saber si la había visto o no.
—¿Sería tan amable de describírmela? Aquí atendemos a mucha gente, es difícil contestar sin saber cómo luce ella —le dije de la forma más amable que podía para que supiera que estaba dispuesta a ayudarlo.
—Eh… sí… eh… es alta, delgada, cabello castaño claro, ojos marrones —describió con pena, como si temiera no volverla a ver—. Su nombre es Cindy, es joven, casi como de su edad, señorita, apenas nos casamos hace unos meses… somos campesinos, vinimos a la ciudad a vender las fresas que cultivamos para ver si ganábamos un poco de dinero. Nos estamos alojando con un conocido a las afueras de la ciudad, a unos kilómetros de aquí. Desde temprano nos poníamos a vender de forma ambulante, a veces juntos y a veces separados para llegar a más gente.
—¿Hace cuánto que no la encuentra?
—Hace seis días… —contestó angustiado—. Ese día tuvimos una discusión muy fuerte y es que ella había estado mostrando una actitud extraña, se quejaba del lugar donde nos estábamos alojando diciendo que era muy poca cosa para ella, que merecía más, que quería regalos y lujos… cosas que jamás antes había ambicionado. Yo no entendí, pues ella se casó conmigo sabiendo que yo era pobre y hasta ese momento no parecía importarle. En fin, discutimos. Ella salió, asumí que a dar una vuelta para enfriar la pelea, pero jamás volvió. Como le digo, eso fue hace seis días y desde entonces no sé nada de ella. Estoy desesperado.
Su preocupación era palpable y lamenté no poder ayudarlo.
—Qué terrible, señor Bastieri —dije sintiendo empatía por su situación—, pero me temo que no he visto a ninguna mujer con esas características.
El hombre dejó caer los hombros, incapaz de esconder su desánimo.
—¿Está segura?
—Completamente, pero no se desanime. Si dice que discutieron, tal vez ella siga molesta y se está dando unos días para calmarse. Lo más seguro es que esté bien o que haya vuelto a su hogar —dije tratando de darle ánimos.
—Yo pensé lo mismo que usted, pero no es así. Hace dos días le escribí a mi madre para preguntar si Cindy había vuelto a casa, hoy en la mañana recibí su respuesta: Nadie ha visto a Cindy por allá —me explicó entristecido.
—Ya verá que pronto dará con ella —le aseguré convencida de mis palabras—. ¿Ha acudido con las autoridades?
—Sí, fue lo primero que hice, pero no resultó ser de mucha ayuda. Su respuesta fue que no tienen interés en inmiscuirse en una disputa familiar, que arregle las cosas con mi mujer por mi cuenta —me contó con una mueca—. Ellos no entienden que esta no es ninguna disputa familiar, Cindy no me abandonaría así sin más. Yo ya temo lo peor.
—No piense así, Encenard es un lugar seguro, aquí la gente es buena —le aseguré—. No hay motivos para dudar de que su esposa está bien donde sea que se encuentre en este momento.
—Gracias. Lamento haberle quitado su tiempo, señorita —se disculpó.
—Espere, no se vaya. Déjeme la información del lugar en donde se está hospedando —dije sacando la pluma y el tintero que guardábamos en el cajón del mostrador—. De ese modo, si llego a ver a su esposa, le escribiré de inmediato para informarle.
La pena del hombre se aligeró, aun si fue de manera casi imperceptible.
—¿En verdad se tomaría esa molestia, señorita?
—Por supuesto —le aseguré.
—Es usted muy amable, no tengo forma de pagarle.
—Ni lo piense, lo hago con gusto. En verdad espero que pronto encuentre a su esposa.
El hombre se apresuró a darme los datos de su lugar de estancia. Los guardé en el cajón esperando poder usarlos a su favor muy pronto.
*****
Tom me estaba enseñando a hacer galletas con toda la paciencia del mundo. Era un chico genuinamente bondadoso, cada día que pasaba trabajando para los Austin me convencía más de lo afortunada que era por haber acabado aquí.
Solo había un pequeño detalle que llegaba a ponerme incómoda en ocasiones: al igual que la señora Morris, el señor Austin parecía tener en mente la idea de que entre su hijo y yo pudiera nacer un romance. Al menos eso sospechaba, pues siempre le pedía a Tom que fuera él quien me enseñara a hacer las cosas, resultando en que tuviéramos que pasar gran parte del día juntos. Era una pena tener que decepcionarlos, pero ni Tom parecía interesado en mí, ni yo lo estaba en él. No es que no fuera un chico agradable, pues en verdad que así era, pero Tom no hacía latir mi corazón de ese modo.