La prisionera del comandante

Capítulo 9

Tal y como lo esperaba, Violeta obtuvo una propuesta de matrimonio de Rodric Muller. El compromiso ocurrió justo a tiempo para que a él lo nombraran regente de la ciudad. Su vida parecía ser una sucesión de alegrías y gustosa me lo compartía mientras degustaba distintas muestras de pastel. Por alguna extraña razón, estaba disfrutando de escucharla, su felicidad hacía volar mi mente, me llevaba a lo que pudo haber sido, a un presente distinto. Había otro mundo en el que Lea seguía siendo una jovencita sin preocupaciones que podía disfrutar de los cuidados y el amor de una familia.

—¿Cómo no te da dolor de cabeza escuchar a esa chica? —me preguntó Tom en cuanto Violeta se fue—. ¡No paraba de parlotear! De no ser porque es una cliente, le habría pedido que se retirara.

Me encogí de hombros mientras le dedicaba una sonrisa, dándole a entender que no me afectaba. Violeta sí que podía aturdir con su plática incesante, pero también era que Tom se encontraba menos tolerante que de costumbre, pues la carga de llevar el negocio sin la ayuda de su padre estaba resultando pesada.

—Supongo que es la costumbre —dije restándole importancia.

—¿Ya la conocías?

Asentí de forma evasiva, esperando que a Tom no se le ocurriera empezar a preguntarme por mi pasado. Antes de que pudiera decir cualquier cosa, decidí adelantarme y prevenir.

—Haré el almuerzo de tu padre de una vez, antes de que lleguen más clientes y sea imposible salir. No tardo —ni siquiera esperé a que Tom respondiera cuando yo ya estaba en la calle.

Justo al doblar la esquina que daba a mi destino me paralicé al reconocer al hombre que iba saliendo de casa del señor Austin.

El comandante me vio casi de inmediato y se encaminó hacia mí.

—¿Qué hacía usted con el señor Austin? —le pregunté en cuanto lo tuve enfrente.

—Ese no tu asunto, no tengo porque darte explicaciones —respondió con rudeza.

—Fue para verificar si en verdad sigue enfermo, ¿cierto? Vino a ver si Tom estaba diciendo la verdad para seguirlo presionando a unirse a su misión de rescate —lo acusé con enojo—. Pues ya vio que es cierto, así que déjelos tranquilos.

Los ojos del comandante se oscurecieron, pero no me dejé intimidar, le mantuve la vista de modo desafiante.

—¿Quién te crees para decirme qué puedo hacer? Apártate de mi camino y no vuelvas a dirigirme la palabra a menos de que tengas mi permiso.

Apreté los puños, furiosa por su forma tan despectiva de hablarme, para él yo no era nada y no tenía el menor reparo en mostrármelo.

—Tom solo quiere cuidar de su padre, usted no tiene derecho a hacerlo sentir mal por ello —continué.

El comandante dio un paso al frente, se agachó para quedar a mi altura recargando sus manos sobre sus rodillas. El movimiento parecía sencillo, pero de alguna forma resultaba intimidante. Con nuestros ojos alineados pude observar mejor la frialdad que había en ellos. También percibí su aliento fresco y lo bien que olía.

—No me provoques. Aprende tu lugar.

La amenaza implícita en sus palabras me causó un escalofrío que me recorrió toda la espalda. Di un paso hacia atrás, capitulando de forma no verbal. El comandante sonrió complacido, sabiendo que había logrado doblegarme y luego se irguió para seguir su camino. Agaché la mirada, abatida por haberme dejado intimidar por él. Era una lucha inútil, él era el comandante de la guardia de Encenard, yo era una simple huérfana sola en el mundo, no había forma de vencer. Sin embargo, una última chispa prendió en mi interior, aunque fuera una simple huérfana, no por ello era muda.

—Usted está solo y amargado, odia a Tom porque él sí tiene alguien a quien cuidar —escupí con enojo a sus espaldas.

El comandante se detuvo en seco, no necesitaba ni verle la cara para saber que mis palabras le habían hecho enfurecer.

En cuanto logré desfogar mi coraje, me di cuenta del tamaño de estupidez que había cometido. Acababa de insultar al comandante Gil, uno de los hombres más cercanos al rey… El terror se apoderó de mí, entendí de inmediato que estaba en problemas, mis piernas emprendieron la carrera antes de que les diera la orden consciente. Ya ni siquiera me importó que debía hacerle el almuerzo al señor Austin, lo importante era salvar el pellejo. Me eché a correr como si estuviera huyendo de una jauría de perros hambrientos y, en parte, así era, pues quién sabe de qué sería capaz el comandante si me alcanzaba.

Entré a la siguiente calle con tanto impulso que no vi el carruaje al que me le crucé, solo escuché al caballo relinchar y al cochero dar la orden de alto. Caí de bruces al suelo, los cascos del caballo quedando a centímetros de mi cuerpo. Sorprendentemente, resulté ilesa.

—¡Fíjate por donde vas! —me reclamó el cochero.

Asentí torpemente mientras me ponía de pie y me sacudía el polvo de la falda. Me hice a un lado para que el carruaje pudiera seguir su camino, pero no lo hizo. En un primer momento no le di importancia, hasta que, segundos después, un siniestro rostro se asomó por la ventanilla.

—Qué agradable coincidencia.

Al oír su voz quise echarme a correr de nuevo, pero Rupert Norton descendió del carruaje y me prensó del brazo antes de que siquiera pudiera dar el primer paso.




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