“EL PODER NO ES SOLO DESTRUIR, SINO TAMBIÉN SABER CUÁNDO DEJAR QUE OTROS VIVAN.” — THANOS DE MARVEL.
Crowley recorría los interminables pasillos de su palacio en el inframundo, donde las paredes de obsidiana reflejaban destellos de llamas eternas. Sus pasos eran lo único que se escuchaba en el silencio sepulcral que lo rodeaba, un eco que parecía perderse en la vastedad de aquel lugar infernal. Su mente, inmersa en los planes tramados durante años, se encontraba más inquieta que nunca. El último encuentro con Morrigan en el hospital había dejado una marca imborrable, una conexión que no podía ignorar. Aquella joven, frágil y vulnerable, había despertado algo en su interior que creía perdido hace siglos: un atisbo de humanidad. La sensación lo perturbaba, como si una parte de su ser, enterrada bajo capas de oscuridad, intentara resurgir.
Mientras caminaba, revivió la imagen de ella en aquella cama de hospital, su cabello rojizo desordenado sobre la almohada, su rostro pálido sereno bajo la luz tenue de la habitación. Recordó el momento en que la tocó, cómo una chispa de algo cálido y desconocido lo había invadido. Era una sensación que lo intrigaba y, al mismo tiempo, lo inquietaba profundamente.
—Eres una grieta en mi universo perfecto —murmuró, su voz haciendo eco en las sombras del palacio como un susurro venenoso—. Pero las grietas… —hizo una pausa, sus labios dibujando una sonrisa retorcida— …pueden ser el principio de algo mucho más peligroso.
Se detuvo frente a una enorme ventana que daba al paisaje infernal. El horizonte, teñido de rojo sangre y surcado por relámpagos negros, parecía un espejo de su alma: caótica, impredecible. Sus ojos rojos brillaban con ambición y algo más, algo que ni siquiera él podía definir.
—Si la profecía es cierta —susurró, clavando las uñas en las palmas de sus manos hasta dibujar media luna de sangre oscura—, entonces eres más que un peón. Eres el fuego que podría consumirme… o coronarme.
Con un chasquido de sus dedos, convocó a Azagor, uno de sus más fieles sirvientes. La silueta del demonio, siniestra y obediente, se materializó frente a él
—Tráeme el Pergamino de los Ecos —ordenó, su voz tan afilada como una daga—. Quiero saber cada palabra, cada símbolo oculto en esa profecía. No toleraré errores.
El demonio asintió respetuosamente y se desvaneció en una nube de humo negro. Mientras esperaba, recorrió mentalmente cada detalle del encuentro en el hospital: el tacto de la piel de Morrigan, cálida a pesar del coma, y cómo su magia había titubeado ante ella. ¿Eres acaso mi condena… o mi redención?, se preguntó por centésima vez.
Cuando Azagor regresó, sostenía un pergamino sellado con runas que destellaban en la oscuridad. Lo tomó con cuidado, desenrollándolo lentamente mientras sus ojos revisaban las palabras escritas en un lenguaje arcano con tinta de sangre de dragón. Al leer, una sonrisa siniestra se dibujó en sus labios.
—El híbrido, nacido de sombra y luz, llevará el equilibrio al borde del abismo —recitó, y el aire se espesó como si el propio infierno contuviera la respiración—. Así que ella es la clave… El elemento central de una profecía que podría cambiar todo.
Una mueca siniestra se dibujó en sus labios al profundizar en las profecías. Según el texto, no era una simple mortal; era algo más, algo que ni siquiera él podía comprender del todo. Su destino estaba entrelazado con el suyo de una manera que podría determinar el futuro de los reinos infernales y, posiblemente, del mundo mortal.
—Esto desencadena nuevas posibilidades —murmuró—. Si logro dominar su poder, quizás pueda emplear la profecía en mi beneficio. Pero primero, debo asegurarme de que permanezca en su estado de coma —dijo, su voz volviéndose más seria. — No eres humana ni demonio. Eres caos puro, y el caos… es mi territorio.
Guardó silencio, con la mirada fija en el pergamino que aún sostenía. Luego, con un gesto de su mano, el pergamino se envolvió en llamas oscuras, convirtiéndose en cenizas. Observó cómo se desvanecía, su expresión reflejando una gran satisfacción.
Mientras las llamas eternas del inframundo iluminaban su palacio, en el mundo mortal, el hospital era un laberinto de luces fluorescentes y susurros de enfermeras. Sin embargo, la habitación 309 estaba sumida en una oscuridad que desafiaba las leyes de la física. Crowley apareció de las sombras, su traje negro fundiéndose con la penumbra. Se detuvo por un momento, observando a la joven que aún yacía en aquella cama. Su respiración era suave y constante, mantenida por los aparatos médicos que la rodeaban. Se aproximó lentamente, su mirada fija en ella, como si pudiera ver más allá de su apariencia física.
—Despiertas recuerdos… incómodos —murmuró, su voz suave pero cargada de un propósito—. Pero los sueños, querida, siempre terminan.
Con un gesto de su mano, invocó una neblina oscura que cubrió la habitación, aislándolos del mundo exterior. Se sentó en una silla junto a la cama, sus ojos rojos brillando en la oscuridad.
—Sabes, he estado observando tu progreso durante bastante tiempo —continuó, su tono casi confidencial—. O más bien, tu falta de avance.
Extendió su mano y acarició suavemente el rostro de Morrigan, sintiendo la calidez de su piel. Una extraña emoción se reflejó en su mirada, una mezcla de fascinación y posesividad.
—Eres una criatura fascinante —expresó, su voz casi un susurro—. Eres un enigma que ni siquiera las profecías pueden descifrar.
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Editado: 16.02.2025