Prólogo
A veces la vida no es como la imaginamos. Esta da muchas vueltas y, así como nos brinda las más grandes alegrías, nos regala las más devastadoras tristezas. Por duro que parezca, son las cosas negativas las que nos dejan las enseñanzas más significativas y nos impulsa a ser fuertes y a levantarnos más veces de las que caemos. Está en nuestras manos poner la otra mejilla en momentos de adversidad, ya que nadie más lo hará por nosotros. Si sentimos que las fuerzas se agotan, será nuestro deber darle la vuelta al destino o dejar que este nos consuma.
Al menos eso era lo que el señor Morrison -el consejero escolar- me dijo una vez. Al principio no lo entendí. No entendía las injusticias de la vida, como tampoco entendía su positivismo ante situaciones tan dolorosas. La opresión que sentía en mi pecho rara vez me dejaba respirar, sentía que el mundo se caía bajo mis pies y no había manera alguna de detenerlo. Fueron demasiadas las veces en las que pensé cortar con todo sufrimiento pues, ¿cómo no hacerlo?, pero era él, el señor Morrison, quien me hacía creer que en la vida no todo es dolor. Cada mañana era un martirio el tener que levantarme e ir a la escuela. Pero era eso, o quedarme en casa y verlo a él, a la persona que más había marcado mi corta vida.
No fue sino hasta que conocí a los mejores amigos que alguien podría pedir, que comencé a ver la vida con otros ojos. Gracias a ellos, conocí la alegría de querer y sentirme querida. No me juzgaron, ni se avergonzaron por todo lo que había vivido, al contrario. Cada uno de ellos vivía su propio infierno, lo que no fue un impedimento para crear un lazo indestructible entre nosotros. Pero como dicen por ahí, la alegría no dura para siempre. Mis amigos y yo lo teníamos claro. Lo que nunca imaginamos era la forma en la que una de las tristezas más grandes que podríamos llegar a sentir, estaba a la vuelta de la esquina.
Editado: 03.12.2019