Samantha nació el 10 de febrero de 2005. Era la segunda hija de la familia Mora, conocida en la televisión como "La Mejor Familia", una imagen perfecta de felicidad ante el mundo. Sin embargo, cuando Petunia, la primogénita, desapareció, los medios se llenaron de rumores. Sus padres, Justin y Luisa, se apresuraron a declarar que se había marchado para terminar sus estudios en el extranjero.
Pero la verdad era muy diferente. Petunia no se había ido a estudiar. Había escapado. En cuanto cumplió 18 años, huyó de aquel infierno que todos creían un paraíso. Antes de irse, le hizo una promesa a Samantha: cuando ella cumpliera 18 años, vendría por ella. Solo tendría que esperar cinco años más.
Presente – Samantha, 16 años
El sonido de las cortinas al abrirse rompió la tranquilidad de la habitación.
—Señorita Samantha, ¡es hora de levantarse! —anunció Lissy, la sirvienta.
Desde la cama, Samantha gruñó y se cubrió el rostro con una almohada.
—Lissy, por favor… cierra esas cortinas.
—¡No, no y no! —insistió Lissy—. Si sigues así, llegarás tarde en tu primer día de clases. Además, hoy conocerás a tu prometido, así que tienes que despertar.
Samantha se incorporó de golpe, con el ceño fruncido.
—No quiero casarme —dijo con firmeza.
—Bueno, eso ya lo decidieron el señor y la señora Mora —respondió Lissy con resignación—. No puedes hacer nada al respecto. Tu madre quiere que te cases apenas termines tus estudios.
Samantha resopló con amargura.
—¿Para terminar como ella? Sin hacer nada, aguantando que mi esposo se la pase con otras mujeres y fingiendo una familia perfecta mientras discutimos a puerta cerrada…
Sin esperar respuesta, se levantó de la cama y se dirigió al baño.
Lissy suspiró y la observó con lástima.
—Yo no puedo hacer nada, querida. Solo cumplo órdenes. La señora Luisa pidió que bajes a desayunar, te alistes para el colegio y luego vayas a conocer al joven con el que te van a comprometer.
Samantha cerró la puerta del baño de un portazo.
Sabía que no tenía elección. Pero la promesa de su hermana aún resonaba en su mente.
Samantha salió del baño envuelta en una toalla, con el cabello húmedo pegándose a su espalda. El vapor aún flotaba en el aire mientras se dirigía al armario. Se vistió con movimientos mecánicos, sin demasiado entusiasmo, y se arregló lo justo para evitar miradas de desaprobación.
Con un suspiro, salió de la habitación y descendió por las escaleras en dirección al comedor. Al llegar, la escena era la de siempre: su madre, absorta en la pantalla de su celular, deslizaba los dedos con elegancia, mientras su padre permanecía oculto detrás del periódico, indiferente a todo lo que ocurría a su alrededor.
—Buenos días —saludó Samantha con voz neutra.
—Buenos días —respondieron sus padres al unísono, sin apartar la vista de sus respectivas distracciones.
Se sentó en su lugar y observó la mesa perfectamente dispuesta, con platos llenos de comida que no tenía apetito de probar. Desde afuera, cualquiera pensaría que los Mora eran una familia unida, la imagen perfecta de la felicidad. Pero Samantha sabía la verdad. Todo era una fachada cuidadosamente construida, una mentira que tarde o temprano se desmoronaría.
Tomó el tenedor y comenzó a jugar distraídamente con la comida, moviéndola de un lado a otro sin siquiera probar un bocado.
—Samantha, deja de hacer eso —reprendió su madre sin levantar la vista del celular—. No es propio de una señorita comportarse así en la mesa.
Samantha apretó los labios y soltó el tenedor con lentitud. Claro, porque aquí todo era cuestión de apariencias. Sin decir nada, bajó la mirada y se limitó a remover el jugo en su vaso con la cuchara.
Terminó de desayunar en silencio y dejó los cubiertos con cuidado sobre el plato. No tenía ganas de seguir allí, atrapada en una conversación inexistente con sus padres, así que simplemente se puso de pie.
—Con permiso —murmuró, sin esperar respuesta.
Tomó su mochila y salió del comedor. Mientras caminaba por el pasillo, sintió el peso de aquella casa sobre sus hombros, con sus paredes impecables y su atmósfera sofocante. Solo dos años más. Se aferraba a esa idea como a un salvavidas, pero una pequeña voz en su interior susurraba que tal vez Petunia no regresaría.
Sacudió la cabeza, negándose a pensar en ello. Tenía que confiar. Tenía que hacerlo.
Al salir del comedor, sus pasos resonaron en el enorme pasillo de mármol. Cada rincón de la casa estaba impecable, decorado con lujos fríos y perfectamente organizados, pero para Samantha todo se sentía vacío. Un hogar debía sentirse cálido, acogedor… este solo era una jaula dorada.
Se detuvo frente a la enorme puerta de madera tallada que llevaba al exterior. Afuera la esperaba el auto que la llevaría al colegio. Inspiró profundamente antes de abrirla, como si estuviera a punto de cruzar un umbral entre su prisión y otra rutina igual de sofocante.
El chofer, un hombre de edad avanzada con expresión neutra, le abrió la puerta trasera con un leve asentimiento. Samantha se deslizó en el asiento de cuero y apoyó la frente contra la ventana. El motor rugió suavemente y el vehículo comenzó a moverse, alejándose de la mansión Mora.
Mientras el auto recorría las calles, su mente volvía, una y otra vez, a la misma pregunta: ¿Petunia realmente volverá por mí? Habían pasado tres años desde su partida y, hasta ahora, no había recibido ninguna señal de ella. Ni una carta, ni una llamada, ni un simple mensaje.
Por un instante, permitió que la duda la invadiera. Tal vez su hermana la había olvidado. Tal vez la vida lejos de esta familia había sido tan buena que ya no tenía razones para regresar. Tal vez… tal vez su promesa no significaba tanto como Samantha quería creer.